lunes, 20 de noviembre de 2017

Arthur Schopenhauer: Arte, como conocimiento Metafísico y El Antimaterialismo


Si bien en el mundo parece imperar el omnipresente “lo mismo, pero de distinta manera”, en la experiencia estética, aislada y puesta a refugio de la voluntad, se dan tres notas que Arthur Schopenhauer (1788-1860) considera fundamentales: en primer lugar, en la contemplación de lo bello tenemos la sensación de que el tiempo se detiene; después, se propicia un conocimiento de lo universal a partir de lo particular; y, por último, el espectador parece salir de sí mismo olvidando su propia existencia individual. Cuando accedemos a la experiencia estética, se da una supresión de la individualidad que permite la irrupción del sujeto cognoscente, del sujeto puro emancipado del fatal imperio de la voluntad, y al que se manifiesta en todo su esplendor la idea eterna, la manifestación antropológica más fastuosa del arte. Una “puridad” que, por tanto, hace alusión a un espacio y a un tiempo de alguna manera inexistente (por raramente inaccesible), pues el sujeto que ha experimentado su independencia de la pujante voluntad cobra consciencia de una nueva (aunque siempre presente, mas no siempre vivida) realidad:

“Cuando los poetas cantan a la alegre mañana, al bello atardecer, a la silenciosa noche de luna, etc., el objeto propio de su glorificación es el puro sujeto de conocimiento que es suscitado por esas bellezas naturales y ante cuya aparición la voluntad desaparece de la consciencia, por lo que se alcanza aquella serenidad del corazón que no puede encontrarse fuera de él, en el mundo.” - Arthur Schopenhauer

Y es que se diría que el sistema marcadamente pesimista que desarrolla Schopenhauer ve algo de luz en la mencionada experiencia estética, donde quedamos emancipados del avasallador gobierno de la voluntad. El arte no es un mero artificio o entretenimiento diletante, sino una faceta humana digna de tratar desde el prisma filosófico. Ante la aparición de lo bello, nos elevamos a un orden de cosas en el que dejamos de conocer lo particular y alcanzamos el conocimiento de las ideas, de lo inmutable (en este punto, como es fácil suponer, Schopenhauer se apoya en la doctrina platónica). En la experiencia estética nuestra individualidad existe tan sólo como puro sujeto del conocimiento, como un “espejo límpido” en el que queda reflejado el objeto contemplado. De alguna manera, nos convertimos en seres eternos al concebir los objetos bajo la forma de la eternidad. En definitiva, gracias al arte dejamos de ser víctimas de nuestros deseos.

Existe sin duda en Schopenhauer una desaforada urgencia por desprenderse del mundo fenoménico (empírico). La historia del género humano y la multitud tanto de sucesos como de cambios de épocas sólo representan para él manifestaciones contingentes de ideas, pues el tiempo, por sí mismo, no produce nada nuevo o significativo: no existe un plan diseñado ni el despliegue de Espíritu o Idea alguna.

En la música, sin embargo, ya no se trata del aparecer eidético de las cosas (como en el resto de artes), sino de una auténtica y acaso definitiva aproximación a su ser, y no por medio de la imagen (pintura, escultura) o la palabra (poesía), sino del sentimiento, primando ahora los movimientos más subterráneos de la voluntad. Como indica Schopenhauer, “la música no habla de las cosas, sino del bienestar y de la aflicción en estado puro (únicas realidades para la voluntad), y por eso se dirige al corazón, pues no tiene mucho que decirle directamente a la cabeza”.

El arte musical aparece en todo su esplendor en el opus magnum del filósofo alemán como la luz que hace más visible el dominio de lo en sí, del Ser. Por ello dedica capítulos separados para investigar su influjo en nuestro ánimo, en la medida en que constituye, metafísicamente, un arte particular.
Una vertiente que, sin duda, impresionó sobremanera a Richard Wagner (1812-1833), que hacia 1854 se encontraba inmerso en una vorágine creativa a la que, sin duda, contribuyó la lectura de las obras de Schopenhauer, quien desde el primer momento le cautivó (si bien la admiración no fue en absoluto mutua). Aunque no sólo él caería bajo el poderoso influjo del pensador pesimista: otros célebres casos fueron los de Tolstói, Turguénev, Nietzsche, Mainländer, Zola, Maupassant, Proust, Thomas Hardy, Joseph Conrad, Thomas Mann, Cioran, Albert Caraco, Jorge Luis Borges o, en el mundo de la música, el propio Wagner, Arnold Schönberg, Piotr Tchaikovski o el mismísimo Mahler, quien incluso cita a Schopenhauer y de él asegura que había escrito las líneas más bellas y profundas jamás redactadas sobre la música.


Y es que Schopenhauer se mostró tan tajante como certero a la hora de definir la música como el arte sentimental por excelencia, como el “arte total”:

“La música es el verdadero lenguaje universal que siempre se comprende: por eso es hablado incesantemente con gran seriedad y celo, en todos los países y a lo largo de todos los siglos; y una melodía significativa y muy expresiva recorre enseguida su camino por todo el orbe terrestre, mientras que una pobre e inexpresiva pronto se extingue y desaparece.”

A juicio de Thomas Mann, Wagner liberó su música del cautiverio gracias a Schopenhauer, quien le dio la valentía, a través de sus escritos, para que cobrara valor por sí misma, para llegar a ser la música que Wagner esperaba de sus composiciones. 

El propio Wagner así lo asegura en su autobiografía:

“Me familiaricé con un libro cuyo estudio iba a tener una gran importancia para mí. El libro era El mundo como voluntad y representación, de Arthur Schopenhauer. […] Me sentí inmediatamente interesado por él y empecé a estudiarlo de inmediato. […] De súbito me sentí cautivado por la gran claridad y la resuelta precisión con la que trataba, desde el principio, los problemas metafísicos más abstrusos.”

Y concluye con una maravillosa confesión:

“No cabe ninguna duda de que fue, en parte, la seria disposición mental surgida a raíz de mis lecturas de Schopenhauer […] la que me dio la idea de Tristán e Isolda.” – R. Wagner

El propósito fundamental de Schopenhauer al respecto de la naturaleza de la música es determinar su condición metafísica:

“La música, al pasar por encima de las ideas, es también enteramente independiente del mundo fenoménico al que ignora sin más y, en cierta medida, también podría subsistir aun cuando el mundo no existiera en absoluto, siendo esto algo que no cabe decir de las demás artes.”

La música no designa un simple género de conocimiento, sino que también y a la vez hace visible sentimentalmente a su objeto, la voluntad, o lo que es lo mismo, no se contemplan ya formas inalterables o inmutables (las ideas), sino el querer mismo, aquello de lo que estamos constituidos, el carácter trémulo de nuestro deseo, que trasciende por entero y se hace independiente del mundo fenoménico y de la esfera de las ideas. Tal es así, aduce Schopenhauer, que se puede afirmar que el mundo es la música encarnada, y ésta, la voluntad en forma de música: las partituras ponen en juego el movimiento, el sempiterno temblor, de la voluntad en sus continuas querencias y aventuras, pues la música es distinta de las demás artes y “representa lo metafísico de todo lo físico del mundo, la cosa en sí de todo fenómeno”.

“El conocimiento último de la realidad sólo puede venir dado por medio del sentimiento, nunca por medio de la abstracción, de la razón o el concepto, lo que acerca a Schopenhauer al movimiento romántico: “lo auténticamente opuesto al saber es el sentimiento”


Tanto la música como el mundo esconden la misma raíz, la voluntad.

Es de este modo como el arte musical se inmiscuye en aquella terra incognita que hasta ahora sólo podía haber sido delineada (a través de la razón e incluso del resto de artes), mas no rastreada: la voluntad, la cosa en sí, pues “la música nunca expresa el fenómeno, sino únicamente la esencia íntima del mundo.” En definitiva, el lenguaje universal mediante el que se comunica la música sólo se entiende en el silencio de la voluntad individual: el silencio de nuestro yo permite abrir la puerta a la voz de nuestro ser en sí. Un arte, el musical, que nos facultad de una “inteligencia sentimental” más allá de la razón y el entendimiento, que desentierra lo más hondo de nuestro ser. 

Pues… el compositor revela la naturaleza más recóndita del mundo y expresa la sabiduría más profunda en un lenguaje que su facultad de razonamiento no comprende.




Extraído de “Schopenhauer: la música como conocimiento metafísico" de Carlos Javier González Serrano.





El Antimaterialismo en la obra del filosofo Arthur Schopenhauer:

Antimaterialismo: En líneas muy genéricas, el núcleo central de la doctrina schopenhaueriana puede resumirse básicamente en una concepción del mundo exterior, fenomenológico, como un producto del sujeto que percibe; según ello, el objeto (las cosas exteriores) no existen más que en el pensamiento del sujeto (el hombre), como su representación, como formas de sus propias ideas.


Esta negación -o mejor, imposibilidad de demostración- de una existencia real del mundo exterior al hombre mismo lleva a una sobrevaloración del propio Yo, de ese sujeto que constantemente crea esa aparente realidad exterior.
Consecuencia de todo ello es la radical postura que Schopenhauer mantiene en relación a las tendencias materialistas, opuestas de raíz a su teoría de la existencia de una materia real fuera del hombre.
"El absurdo fundamental del materialismo consiste en tomar lo objetivo como punto de partida, como primer principio de explicación... Admite la existencia absoluta de la materia como cosa en sí, deduciendo de ello toda la naturaleza orgánica y el sujeto cognoscente y explicándolos en su totalidad, siendo así que todo lo objetivo está variamente condicionado en cuanto objeto por el sujeto y sus formas de conocimiento" .
Por ello concluye que la materia exterior no es el poder eterno en el que se justifica la personalidad del hombre, que "en la materia no debe buscarse la explicación definitiva y última de las cosas, sino solamente el origen temporal de las formas inorgánicas y de los seres organizados" .

Esta postura -que para Schopenhauer es el punto de partida de toda su filosofía- se halla ya reñida de base con el materialismo dialéctico que postularía su contemporáneo el cerdo de Karl Marx, al igual que con los más inhumanos planteamientos del sistema capitalista, para los que la única realidad tangible es el mundo exterior y sus leyes, las leyes de la economía.

En la posición antimaterialista de nuestro filósofo está implícita la necesidad de una concepción del mundo para la que el mundo percibido por los sentidos pierde importancia ante la concepción nacida de la propia interioridad. Por ser el mundo una representación del sujeto, "la verdadera filosofía es idealista".

Fragmento del libro "Hitler y sus filósofos"




En una anotación fechada en 1832, un nostálgico Arthur Schopenhauer recordaba cuanto había descubierto en los numerosos y diversos viajes que realizó con su familia en su más temprana infancia, gracias al ahínco de su padre Heinrich Floris por que su hijo conociera la proteica e inquietante dimensión de los asuntos humanos. En dicha anotación, Schopenhauer se refiere a “la enfermedad, el dolor, la vejez y la muerte” que reinan por doquier en un mundo que no duda en “gritar su verdad de manera audible”. La conclusión del joven Arthur, siempre atento observador de cuanto le rodeaba, no pudo ser más contundente ni tener más hondas consecuencias: “este mundo –escribía– no podía ser la creación de un ser lleno de bondad sino, antes bien, la de un demonio que se deleita en la visión de las criaturas a las que ha abocado a la existencia; tal era lo que demostraban los hechos, de modo que la idea de que ello es así acabó por imponerse”.



sábado, 18 de noviembre de 2017

GIACOMO LEOPARDI


Con suma lucidez, encontramos en los pensamientos y poesías de en Leopardi (1798-1837) las corrientes subterráneas que imperan por igual en su época y en la nuestra: “nosotros somos verdaderamente hoy pasajeros y peregrinos en la tierra; verdaderamente caducos: seres de un día: por la mañana en flor, a la tarde marchitos o secos”, escribía en sus cuadernos.
En Leopardi damos con una voluntad de síntesis que roza la obsesión: un impulso por vivir, un ahínco por reconciliar las contradicciones inherentes a la vida misma y que choca incesantemente por aunar las fuerzas necesarias para seguir adelante en este mundo de continuo engaño.
 Es cierto que somos víctimas de una sensación de voraz repetición, y que nuestro objetivo es el de alcanzar una felicidad que siempre encontramos en el irrecuperable pasado o en el futuro inexistente. Pero en realidad nada transcurre en el tiempo: todo ocurre en un intelecto repleto de ilusiones por cumplir. Y es la ilusión la que constituye, para el ser humano, la única verdad que está en condiciones de sentir.
 Si leemos el “Canto notturno di un pastore errante dell’Asia”, de trasfondo marcadamente filosófico, escuchamos el apesadumbrado lamento de un pastor que clama al cielo al percatarse de la “incómoda nada” que se extiende sobre nuestra efímera existencia. Sin embargo, Leopardi no se ciñe a expresar la pena del personaje, sino que desarrolla una dolorosa y descarnada reflexión sobre la propia materia del pensar, sobre el carácter de ese sentimiento que, en nosotros, nos confirma que somos una nada en una aún más inmensa Nada.

Una suerte de nihilismo ontológico que décadas más tarde influiría decisivamente en la corriente existencialista francesa y alemana, así como en numerosos literatos españoles de finales del XIX.

Inundado de espíritu lucreciano, el italiano Giacomo Leopardi retomaría para sí uno de los adagios más conocidos del sabio romano: “¡Siempre, siempre lo mismo!” (Eadem sunt omnia semper, eadem omnia restant!), que años más tarde haría suyo, de manera simplificada, Arthur Schopenhauer (Eadem, sed aliter): siempre ocurre lo mismo, aunque las circunstancias o los actores cambien. Ambos, poeta y filósofo, de manera muy llamativa, desarrollarán sus ideas en un arco temporal muy similar. Resulta poco probable que Leopardi leyera al ínclito germano, aunque Schopenhauer sí conoció, al menos, la obra poética de Leopardi (que incluso llega a citar).

“Parece un absurdo –escribía Leopardi–, y sin embargo es exactamente cierto que, siendo toda la realidad una nada, no hay otra realidad ni otra sustancia en el mundo que no sean las ilusiones”.
En 1833, Leopardi compone en Florencia uno de los poemas más importantes de su producción por la relevancia que tendrá en el conjunto de su vida y obra, así como en autores posteriores: “A se stesso” (“A sí mismo”), DONDE DECLARA LA VACUIDAD DE LA VIDA Y SE INCLINA POR EL AMOR A LA MUERTE. “Lo que aquí se narra no es […] el fin de las bellas esperanzas incumplidas, sino el desvelamiento repentino de su radical falsedad; nada se disipa, todo se reconvierte en su contrario”.

Giacomo instauró en los Cantos todo un modo de tratar con los recuerdos, con nuestra memoria, a través de la imaginación. SI ALGO REVELA EL TALANTE DE SUPERIORIDAD DE LOS ANTIGUOS, A QUIENES LEOPARDI TANTO VENERABA, NO ES LA FELICIDAD QUE ALCANZARON, SINO EL HECHO DE HABER CREADO ILUSIONES EN LAS QUE PODER HABITAR. LA FUERZA DE LA IMAGINACIÓN ES LA ÚNICA CAPAZ DE HACER FRENTE A LA PERMANENTE Y CRUEL HUIDA DEL TIEMPO. “La historia del pensamiento y la poesía leopardianos coincide en buena parte con el viaje hacia el último límite de la contradicción, allí donde la voluntad de síntesis se enfrenta sin paliativos con la raíz misma del enigma bifronte: EL SER Y EL NO SER, LA VIDA Y LA MUERTE”.
al hilo de estos pensamientos leopardianos, que el italiano plantea los problemas no desde el punto de vista de la verdad, sino de la vitalidad: “AFIRMAR UN DESTINO FRENTE AL DESTINO, CREAR ILUSIONES PARA PODER DESEAR Y DESEAR PARA PODER SENTIR MÁS VIVAMENTE EL DOLOR. ASÍ EL HOMBRE CONSTRUYE SU IDENTIDAD, O SIMULA QUE LA CONSTRUYE, FRENTE A LA INVASIÓN DEL VACÍO”.

“Todos los deseos y esperanzas humanas, incluso en el caso de los bienes o placeres más determinados, así como de los que ya se han experimentado otras veces, nunca son completamente claros, distintos y precisos, sino que siempre contienen una idea confusa, siempre se refieren a un objeto que se concibe confusamente. Y a ello, y no a otra cosa, se debe que la esperanza sea mejor que el placer, porque contiene ese algo indefinido que la realidad no puede contener.” - Leopardi, Zibaldone.




Extraído de “Redescubriendo a Leopardi “ de Carlos Javier González Serrano