martes, 27 de marzo de 2018

NOVALIS: La poesía del espíritu


Novalis fue considerado por Goethe como el potencial Imperator de la vida espiritual en Alemania: en tan alta estima tuvo su fuerza poética y filosófica. Friedrich von Hardenburg (Novalis) murió pronto, con tan sólo 29 años de edad. La gran repercusión de su obra no tuvo lugar hasta después de su muerte.

A Novalis se le suele considerar como el representante más genuino del primer Romanticismo alemán.

“Lo mismo que un rey de la Naturaleza terrestre, la luz concita todas las fuerzas a cambios innúmeros, ata y desata vínculos sin fin, envuelve todo ser de la tierra con su imagen celeste -su sola presencia abre la maravilla de los imperios del mundo. Pero me vuelvo hacia el valle, a la sacra, indecible, misteriosa noche.” - Novalis, Himnos a la noche

Al despliegue de esta idea en germen lo llamará Novalis “idealismo mágico”, un proyecto que tiene que ver en su núcleo con la relación del hombre con el cosmos, relación que podemos caracterizar globalmente como intuición intelectual. Sin embargo, “lo que caracteriza la intuición intelectual novaliana del Universo es lo siguiente: en el poeta esta visión es además un éxtasis, una salida del hombre de sí mismo y una proyección activa del sujeto sobre el objeto que conoce, una acción del ser humano sobre las cosas. […] La analogía que existe entre el alma individual y el cuerpo humano, por una parte, y la que se da entre el alma del Universo y éste, por otra; es la doctrina del microcosmos y el macroanthropos”. Así, aquella intuición intelectual no es entonces una aprehensión pasiva de lo que se halla fuera de nosotros, sino más bien una actuación de nosotros sobre lo exterior al yo. La magia, en último término, será el arte de actuar sobre las cosas –a voluntad del mago–, de transformar la realidad. Esta mágica actuación del ser humano (en concreto, la del poeta) sobre las cosas constituye su auténtica tarea, su vocación: imponer la idea y el espíritu sobre la materia, espiritualizar el cosmos.

Es sorprendente que el interior del hombre sólo haya sido tratado en forma tan escasa y carente de espíritu. […] A nadie se le ocurrió buscar nuevas fuerzas, todavía sin denominar.

Novalis realiza un giro que Arthur Schopenhauer repetirá una generación más tarde en forma de un sistema cerrado. Éste, al igual que Novalis, distinguirá entre el conocimiento según el principio de causalidad (o representación), y su forma íntima, ligada al cuerpo. De esta manera, el hombre no sólo se experimenta a sí mismo cuando realiza un análisis introspectivo, sino que también se adentra en la dimensión interior del mundo. En sus manuscritos berlineses, Schopenhauer escribía que “hemos ido hacia fuera en todas las direcciones, en lugar de entrar en uno mismo, donde ha de resolverse todo enigma”. Novalis, como nos explica Rüdiger Safranski en su libro Romanticismo, dio también el nombre de “voluntad” a estas fuerzas no investigadas aún en la historia del pensamiento. Tal voluntad se convierte para Novalis en algo mágico; cuando hayamos aprendido este idealismo mágico, escribía nuestro autor en sus diarios, “cada uno será su propio médico, y podrá granjearse un sentimiento completo, seguro y exacto de su cuerpo”.

El acontecimiento decisivo de la vida de Novalis tiene lugar cuando conoce y se enamora profundamente de Sophie von Kühn (muchacha de apenas trece años). Poco tiempo después, la joven muere, lo que causará un gran dolor en el corazón de Novalis. Safranski nos explica en la obra mencionada que “para superar ‘todo infortunio de la vida’, se sumerge en las fuerzas creadoras de la naturaleza, que advierte también en sí mismo. ‘El camino misterioso va hacia dentro’. […] Novalis está henchido de la fe en que la muerte que él mismo se inflige es una transformación y no un final. Orfeo sigue a Eurídice, pero no al reino de los muertos, sino a una vida superior. La añoranza de la muerte es en realidad la aspiración a una vida incrementada, y él quiere alcanzarla por la fuerza de su voluntad y atraído mágicamente por la imagen transfigurada de su amada. En el dolor de la separación nota su ‘llamada al mundo invisible'”: será la llamada de la Noche. Así, escribe en los Himnos de la noche:

“¿Tiene que volver siempre la mañana? ¿No acabará jamás el poder de la tierra? Siniestra agitación devora las alas de la Noche que llega. ¿No va a arder jamás para siempre la víctima secreta del Amor? Los días de la Luz están contados; pero fuera del tiempo y del espacio está el imperio de la Noche. – El Sueño dura eternamente. Sagrado Sueño – no escatimes la felicidad a los que en esta jornada terrena se han consagrado a la Noche. Solamente los locos te desconocen y no saben del Sueño, de esta sombra que tú, compasiva, en aquel crepúsculo de la verdadera Noche, arrojas sobre nosotros. Ellos no te sienten en las doradas aguas de las uvas – en el maravilloso aceite del almendro y el pardo jugo de la adormidera. Ellos no saben que tú eres la que envuelve los pechos de la tierna muchacha y convierte su seno en un cielo – ellos ni barruntan siquiera que tú, viniendo de antiguas historias, sales a nuestro encuentro abriéndonos el Cielo y trayendo la llave de las moradas de los bienaventurados, de los silenciosos mensajeros de infinitos misterios.”

En vida siempre le rodeó (sus amigos y familiares más cercanos eran unánimes al respecto) un halo de misterio que respondía a su carácter llamativamente taciturno. Él mismo declaró que:

La sede del alma está ahí donde el mundo interior y el mundo exterior se rozan. Donde uno y otro se entrecruzan está el alma, en cada punto de contacto.

“Ejercítate en la lentitud”, escribió Novalis en uno de los cuadernos que siempre tenía a mano. Sintió casi desde la infancia la inminencia de la muerte, y precisamente por eso tenía que escribir despacio. No habría tiempo para la revisión. “Todo es semilla” , escribió también, en otro lugar, en otro cuaderno. Una semilla que él sabía bien que no vería germinar.

Su vida fue una búsqueda constante de lo absoluto. Ese absoluto que el hombre intuye entre lo efímero que le rodea. “Buscamos por todas partes lo absoluto -escribió Novalis-, y encontramos siempre y sólo cosas”. Pero que sólo encontrara cosas no le desanimó. Lo que hizo fue ahondar en ellas, y lo hizo por dos caminos: el estudio de las cosas a través de la ciencia, y la búsqueda de su misterio a través de la poesía. Por eso, para Novalis, ciencia y poesía tienen una misma meta y al final confluyen. Al confluir levantan el velo que cubre la realidad, y las cosas aparecen como un receptáculo de lo absoluto.

La vida y la obra, truncadas ambas, de Novalis, han quedado como esos torsos griegos a los que el tiempo ha mutilado con tanta belleza. Goethe vivió ochenta y dos años de perfecta salud y dejó una obra impecable. Novalis vivió veintiocho, una gran parte enfermo, y sólo ha dejado fragmentos inconexos, novelas sin terminar y un puñado de poemas. Sin embargo, su vida y su obra tienen la misma perfección que las del viejo poeta ilustrado. La vida y la obra de Novalis parece que tenían que ser así, dolientes y mutiladas, para alcanzar la perfección que les correspondía.

Bajo el título de Poemas tardíos se reúnen una serie de poemas escritos en los últimos años de la vida de Novalis –entre los veinticinco y los veintiocho años– a los que se ha prestado poca atención, pero que sin duda, revelan con toda nitidez la visión personalísima dentro del movimiento romántico que Novalis tenía del mundo.  

“Buscamos por todas partes lo incondicionado y sólo encontramos cosas.”


Novalis, fue un mago en busca de la inocencia perdida:

Creyó hacer la revolución cultura, convirtiendo el arte en instrumento para la transformación de la sociedad, y evolucionó hacia un naturalismo espiritualista, que dio cabida a la teosofía junto a la ciencia, la magia y la alquimia, para decantarse finalmente por un misticismo, cristalizado en una apología de la cristiandad medieval y en la restauración de un nuevo catolicismo.

Igual que muchos de sus amigos, se inclinó por las formas estéticas inacabadas: proyectos, esbozos o sugerencias, así como por los textos breves: aforismos y cuentos, mezclando muchas veces la prosa con la poesía. Seguramente pensó que así mostraba mejor el carácter fragmentario, móvil, de la realidad y el absurdo que reside en el individuo aislado, obligando a los lectores a recomponer el significado de esos trozos aparentemente dispersos. Además, su preferencia por desvelar el mundo bajo la enigmática figura de sueños y visiones reforzó su subjetivismo y la certeza de que, tras la desaparición del reino de los sentidos y la inteligencia, se alza la auténtica realidad, que es de índole espiritual:

“La ceniza de las rosas terrestres es la gleba natal de las rosas celestes. ¿Acaso nuestra estrella vespertina no es la estrella matutina de los antípodas?”

Pero, lo que distingue a Novalis  y lo hace tan querible, es su inocencia. Parece como si tras él, se agazapara trémulo un niño, persuadido de que la magia opera en el mundo, que los ideales de perfección, amor y belleza pueden alcanzarse. Y, sin embargo, no hay en él ni candidez ni infantilismo sino la convicción y la esperanza de quien ya ha experimentado el contraste entre lo ideal y lo real:

“Cuando veas un gigante, examina antes la posición del sol; no vaya a ser la sombra de un pigmeo.”

Tras una vida no excesivamente holgada, pero sin graves dificultades, en plena juventud, Novalis se dio de narices contra la realidad, topó con el principal límite que acota la existencia humana. En un breve lapso de tiempo, fallecieron su prometida Sophie von Kühn y su hermano Erasmus a causa de la tuberculosis. Al principio se hundió en la soledad y la depresión, pero pronto comprendió que, como el alquimista transmuta los metales en oro, debía compensar la pérdida eternizando a su amada en la poesía. Así, cambió la imagen real de aquella niña de trece años, de salud frágil, ignorante, caprichosa y pueril, transfigurándola gracias a la excelencia de los ideales. Y al hacerlo, también él sufrió una metamorfosis. En aquel momento nació el idealismo mágico.

“El mayor hechicero sería el que se hechizase hasta el punto de tomar sus propias fantasmagorías por apariciones autónomas. ¿No sería este nuestro caso?”


 Para Novalis, la realidad es fruto de la imaginación, o sea, una construcción totalmente subjetiva. Resulta del choque de nuestra energía espiritual con algo que la obstaculiza, ante lo cual intentamos realizar una síntesis que plasmamos en una imagen. Somos hacedores del mundo y éste es el punto de partida de la magia. Si la mente del brujo puede incidir en su entorno y modificarlo, es porque refleja en su interior lo circundante, de modo que un cambio dentro de ella implica una transformación externa y viceversa.

No se trata sólo de que el hombre sea un microcosmos sino de que “el mundo es un macroánthropos”. Por eso, la poesía tiene la capacidad de reconfigurar el universo a través de la palabra creadora, como si fuera el Verbo divino o un sencillo “abracadabra”. Pero la diferencia principal con el filósofo es que para el poeta no hay una síntesis definitiva y todas las perspectivas del mundo son igualmente válidas, lo cual salvaguarda la libertad de crear y el derecho que el artista tiene de encarnar los más diversos personajes con independencia de sus cualidades éticas o intelectuales.

 Así, la palabra poética despierta el mundo anquilosado por las categorías y el mecanicismo de la visión científica para devolverlo a la vida, despabila el espíritu que anida dormido en la naturaleza, dándole otra vez organicidad y finalidad. Por eso, al levantar el velo de la diosa Isis, el aprendiz de la naturaleza descubre a su amada o, en otra versión, simplemente halla el reflejo de su propia imagen.






“Uno lo logró: levantó el velo de la diosa de Saís (Isis)


Y ¿qué vio?


Se vio, ¡oh, maravilla de maravillas!, a sí mismo.”


En el fondo, la energía del universo es una y circula a través de todos sus miembros. Pero hemos olvidado esa unidad, la afinidad entre las partes y su dependencia de la totalidad activa y viviente. La labor fría de la inteligencia y los intereses divergentes derivados de una actitud materialista han ido desgarrándola, escindiéndola, y por eso nos sentimos desgajados de ella, como hojas al viento, enfrentados a la intemperie y en constante lucha por sobrevivir. Desde la fragmentariedad de la existencia humana, recluidos en nuestra finitud y hambrientos de infinito, la nostalgia por la unidad perdida se vuelve colosal. Por eso, hay que regresar a la divinidad, recuperar la inocencia perdida y restablecer esa visión totalizadora, capaz de incluir hasta las últimas capas de lo real, de acogernos y devolvernos la alegría. De ahí que el canon de la literatura esté para Novalis en el “Érase una vez” y que con él consiga revitalizar el género del cuento.

Uno de los pocos textos que Novalis concluyó de forma definitiva fue Himnos a la noche, la obra maestra de la poesía romántica. Allí expresa con un estilo vívido e intimista la transfiguración de la muerte de Sophie en una experiencia religiosa y lo hace dinámicamente, a manera de itinerario, de sucesivas estaciones que conducen hacia la unión con lo divino y, a la vez, al reencuentro con la amada y la totalidad del mundo.

Según relatan las cosmogonías órficas, en concordancia con la Teogonía de Hesíodo, la Noche ocupa un lugar primigenio en la cadena de las estirpes divinas. Simboliza la madre eterna que precede al día, cuando la luz perfila los contornos de los individuos, y engendra al Amor, que todo lo reúne. En ella habita el ser aún por despertar, luego también la nada creadora. Desde la oscuridad de su vientre, en el silencio de la soledad, emergen las emociones configurando nuestra visión de todas las cosas. Ella es su fuente oculta, pero también la gran reveladora, gracias a los dones del sueño, que permiten recobrar, interpretar o predecir. La Noche representa la eternidad conquistada, pero ya no desde la perspectiva griega, sino a través de la fe en la resurrección espiritual.

“Desapareció el esplendor de la Tierra y con él, mi tristeza
–la melancolía se fundió en un mundo nuevo, insondable–.
¡Oh, ebriedad de la Noche, sueño del Cielo!,
Tú viniste sobre mí y el paisaje se fue levantando dulcemente;
sobre el paisaje, suspendido en el aire, flotaba mi espíritu,
libre de ataduras, nacido de nuevo.
El túmulo se convirtió en una nube de polvo y,
a través de la nube, vi los rasgos glorificados de la Amada
–en sus ojos descansaba la eternidad–.”

La gran conquista estriba en retornar aquí y ahora a esa prístina unidad panteísta, a la inocencia del paraíso ya perdido, anterior a la crítica, a la duda y al pensamiento, cuando todo era afín y solidario. Sólo que la vuelta se realiza tras la ruptura e implica la inserción de uno mismo dentro de la totalidad cósmica siempre en movimiento y, con ello, la recuperación de nuestra frágil identidad. De este modo, al reconocer en la Noche lo radicalmente otro y, a la vez, el fondo desde el cual todo surge, se alcanza la plena posesión de sí.




Extraído parcialmente de: https://elvuelodelalechuza.com