En la Grecia arcaica, la poesía se consideró un don sublime
y, por eso, se atribuyó a los aedos un rango social equivalente al de
sacerdotes y adivinos.
Se pensaba que la inspiración era entusiasmo, una
exaltación del ánimo cautivo provocada por un soplo divino y, por tanto, una
forma de posesión o de canalización mediante la cual los dioses se hacían
presentes, de ahí que el primer deber de todo poeta consistiese en invocar a
las Musas.
Platón insiste varias veces en que se trata de una especie de manía,
pero en el Fedro la distingue con nitidez de la locura humana.
Puede que el
poeta no sepa lo que dice y sea torpe al explicar el verdadero sentido de sus
palabras, pero está claro que dice mucho más de lo que él sabe por sí mismo de
manera consciente.
Esa manifestación del reino espiritual, que traspasa al
individuo y lo trasciende, se realiza mediante imágenes, oníricas o sensibles.
Entre los poetas predomina la escucha de voces –como le ocurría a Rilke o
incluso a Mahoma–, y en cierto sentido es lógico, ya que la poesía es el arte
de la palabra y desde su origen estuvo ligado a la música. Sin embargo, igual
que le sucede a los místicos, algunos poetas también pueden tener visiones.
Esto es lo que le sucedió a William Blake y la razón por la cual ilustró sus
poemas con extraordinarios grabados simbólicos, anticipando el surrealismo con
mucha antelación. Gracias a él, por primera vez se produjo la asociación entre
la poesía y la pintura, que los más prestigiosos filósofos de la época –por
ejemplo, Schelling– impugnarían de plano por considerar a esta última un arte
espacial y descriptivo, contrario a los principios que rigen la lírica: el
tiempo y las emociones. Como es obvio, el rechazo de Schelling se debe a sus
propios prejuicios respecto de la pintura, porque las visiones de las que
estamos hablando no se dan en el espacio ni son intuiciones sensibles sino
intelectuales. A través de ellas, lo eterno irrumpe como un rayo condensando la
colosal energía de la totalidad en un instante que se volatiliza. La belleza
habita en esa endeble frontera que linda entre lo absoluto y lo finito, en ese
punto de contacto entre los dedos de Dios y de Adán en el momento de su
creación, cuando le es transmitida la chispa de vida, según aparece en el
famoso fresco de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina:
Quien a sí encadenare una alegría
malogrará la vida alada.
Pero quien la alegría besare en su aleteo
vive en el alba de la eternidad.
De hecho, la puerta
de entrada al mundo espiritual se encuentra para Blake en el entendimiento, si
bien no en la conceptualización, porque “generalizar es ser un idiota y
particularizar es la única distinción del mérito”.
Es la imaginación que
reivindicarán poco después los románticos alemanes, apta para descubrir lo
universal en las experiencias singulares.
Se trata, pues, de una capacidad
intuitiva que permite establecer jerarquías y no consiste tanto en negar las
pasiones cuanto en fomentar “las realidades del intelecto”.
Semejante
preferencia lo vincula a tradiciones antiguas: al gnosticismo del Asia Menor y
la Alejandría de los primeros siglos de la era cristiana, a los cabalistas y a
los herejes cátaros del sur de Francia, pero también a Jakob Boehme y, sobre
todo, al pensador sueco Emmanuel Swedenborg, quien –igual que él– vivió en
Londres y fue un visionario.
Estas afinidades con la mística y el esoterismo
convirtieron a Blake en un individuo aislado e incomprendido, poco leído en su
tiempo, debido también al alto costo de sus ediciones. Entre sus
contemporáneos, pasó por ser una especie de poeta maldito, revulsivo y asocial,
pero, en cambio, esas mismas características le permitieron prolongar sus ideas
hacia el futuro como adelanto del porvenir.
Su propia vida contribuyó a forjarle fama de tipo raro, un
tanto diabólico: medio loco, desagradable y agresivo. Con una educación poco
teórica, pues era hijo de pequeños comerciantes, quienes pertenecían a una
secta protestante radical opuesta a la iglesia oficial inglesa y apoyaron con
fervor su carrera de grabador, tuvo su primera videncia siendo niño. Entonces
contó haber estado hablando con el profeta Ezequiel, sentado bajo un árbol de
cuyas ramas parecían pender ángeles brillantes cual centellas, por lo que fue
castigado.
Cuando las voces infantiles se escuchan en el prado,
Y susurros en el valle,
Los días juveniles surgen frescos en mi mente
Y mi rostro se vuelve verde y lívido.
Pero sus siguientes
visiones del más allá, que acostumbraba a comentar sin ninguna clase de reparo,
incluyeron a los personajes más variopintos que uno pudiera imaginar, desde un
hermano muerto, que le transmitía técnicas de grabación, hasta dioses,
profetas, presencias infernales, ángeles, antiguos reyes o simples extraños a quienes
no podía identificar. Su ansia de saber se satisfacía en el exceso y por eso
–en contra de Swedenborg– prefería la charla con demonios al diálogo con
espíritus piadosos. Su actitud ante estas situaciones era de una perfecta
inocencia, de una ingenuidad serena y consecuente. No tanto como sus irónicos
epigramas, cuya saña lo llevó a enemistarse con conocidos e incluso amigos. Se
casó con una mujer analfabeta, a quien enseñó a leer, a escribir y a hacer
grabados. Ella fue su sostén psicológico así como su ayudante artística durante
toda la vida y él le respondió con ternura y fidelidad, si bien, en un
principio, le propuso una relación polígama, que no llegó a concretarse. Sin
embargo, lo extraño no fue su propuesta (Milton también era partidario), sino
su decisión inmediata de casarse cuando apenas la conocía, tras una
conversación en la que percibió la conmiseración de ella hacia sus propios
desengaños amorosos. Un ímpetu parecido al que –según dijo– lo arrastró al
frente de la muchedumbre en el asalto a la prisión londinense de Newgate en
1780, o a ese impulso que le hizo pegar a un transeúnte por cometer un acto de
injusticia o descortesía en la calle, o a ese otro arrebato que le llevó a
atacar violentamente a un intruso en su jardín. Además, fue amigo de la
feminista Mary Wollstonecraft, para quien ilustró alguno de sus libros y con la
cual compartió varias ideas entonces radicales, entre ellas, la defensa del
derecho de la mujer a su autorrealización o la condena de la represión sexual y
del matrimonio sin amor. En suma, rechazó la hipocresía de los usos burgueses y
erigió en lema de conducta su proverbio “quien desea, pero no actúa, engendra
pestilencia”.
Si la meta de los místicos consiste en negar la propia
individualidad y abandonarse a Dios para unirse a él, no se puede decir que
Blake haya sido uno de ellos. Más bien fue un vidente, capaz de percibir lo
eterno no caído en la inmanencia de lo caduco y, de este modo, captar la
totalidad en cada una de las creaciones del universo. Así lo dice en su poema
“Augurios de inocencia”:
Para ver un mundo en un grano de arena
Y un paraíso en una flor silvestre,
Sostén el infinito en la palma de la mano
Y la eternidad en una hora.
Un Petirrojo en una Jaula
Pone furioso a todo el Cielo
Un palomar repleto de Palomas
Estremece las regiones del Infierno.
Quizás, en lugar de
pensarlo como un místico, deberíamos considerarlo un pensador mítico, que
realizó de forma anticipada la propuesta de Fr. Schlegel y de Schelling de
elaborar una mitología que sirviera de materia para una nueva etapa artística
de la humanidad. En efecto, Blake creó un sistema teológico completo, expuesto
en sus Libros proféticos a través de una intrincada teogonía de cuño original,
sobre cuyo significado los intérpretes aún no se han puesto de acuerdo, en gran
medida porque las divinidades fueron cambiando su sentido simbólico según el
poeta avanzaba en la escritura de las obras. En efecto, El primer libro de
Urizen, publicado en 1794, es una cosmogonía a partir de este dios anciano y
ciego, que encarna a la razón decadente, alienada, mera fuente de opresión. En
los primeros versos Blake narra la batalla que la mente divina libra dentro de
sí misma para establecerse distinguiéndose del mundo y, al tratar de construir
una barrera para protegerse de la eternidad, Urizen sufre –como en las
cosmogonías gnósticas– una caída.
Tal vez por eso, ciertos comentaristas –entre
ellos, Borges– lo asimilan con el tiempo. En alguno de sus grabados Blake lo
representa con un compás, que le sirve para crear, limitar y medir el universo;
en otros, rodeado de libros y las tablas de la ley, o con redes o cadenas,
símbolos todos ellos de las reglas que le permiten confinar a las personas y
que acaban por esclavizarlo a él mismo.
¡Mirad, una sombra de horror se ha alzado
En la Eternidad! Desconocida, estéril,
Ensimismada, repulsiva: ¿qué Demonio
Ha creado este vacío abominable
Que estremece las almas? Algunos respondieron:
“Es Urizen”. Pero desconocido, abstraído,
Meditando en secreto, el poder oscuro se ocultaba.
Los tiempos dividió en tiempo y midió
Espacio por espacio en sus cerradas tinieblas,
Invisible, desconocido: las mutaciones surgieron
Como montañas desoladas, furiosamente destruidas
Por los vientos oscuros de las perturbaciones.
En Los cuatro Zoas, en cambio, Urizen sigue representando la
crueldad despótica de la razón, entendida como tradición y no como invención,
pero comparte su poder con otros tres “Zoas”: el instinto, la pasión y la
imaginación, siendo la última el auténtico demiurgo creador (Los). Estas raíces
dinámicas de la vida se perfilan como emanaciones de un dios caído o aspectos
del hombre originario, llamado Albión, nombre que la mitología griega daba al
gigante hijo de Poseidón, fundador de la isla de Gran Bretaña. Constituyen el
principio y el resultado del abrupto descenso del alma desde la luz a las
tinieblas, un recorrido a la vez individual y colectivo, por el cual podrá
elevarse y redimirse una vez llegada al fondo del abismo, para restaurar la
Edad de Oro y con ello dar lugar a una nueva era histórica de la humanidad. En
la misma línea, el panteón incluye también emanaciones femeninas a partir de
este ser masculino integrado, además del héroe John Milton, quien no es otro
que el autor de El paraíso perdido, que regresa del cielo para corregir sus
errores teológicos a través de la poesía del propio William Blake, quien creyó
ser su reencarnación.
Pues, si eres alimento de gusanos, oh Virgen de los cielos,
¡Qué grande tu utilidad! ¡Qué grande tu bendición! Todo lo
que vive
No vive solo, ni para sí…
Las ambigüedades de este despliegue mitológico son
explicables en cuanto fruto de una creación no consciente que apunta a
arquetipos globales y no a alegorías intencionadas. Responden a una visión
sincrética y totalizadora donde el panteísmo se concilia con el politeísmo
incorporando también el cristianismo, porque Jesús fue para Blake su gran
inspirador, ya que lo identificó con la imaginación. Así, el mundo descrito en
“Augurios de inocencia”, donde cualquier elemento se relaciona con el universo
entero afectando el conjunto con cada una de sus acciones, no remite al dios
tradicional, ese que, en su infinita sabiduría y bondad, difícilmente podría
hacerse responsable de la estupidez y la maldad humana o de la violencia
incomprensible de la naturaleza. Se trata de la divinidad que decide escindirse
de lo eterno para acercarse a lo fugaz y que, embelesada por sus obras, se ama
al amarlas, plena de satisfacción, incluso ante sus defectos. Es la “eternidad
enamorada de sus producciones en el tiempo”, a la cual se refieren los
Proverbios del infierno, porque en la precariedad de lo efímero permanece aún
ese gesto que anima y da vida a todo el cosmos, la seña de la absoluta
creación, cuyo trabajo silencioso al final hará posible la redención de lo sensible.
Y esto exige, como es obvio, replantear la cuestión del mal,
que es el verdadero escollo de la teología tradicional y la mayor duda que
corroe al pensamiento cuando se hace coincidir a Dios con el bien.
Precisamente, en uno de sus más famosos poemas, Blake plantea este problema
bajo la figura de un tigre:
Tigre, tigre, que te enciendes en luz
Por los bosques de la noche,
¿Qué mano inmortal, qué ojo
Pudo idear tu terrible simetría?
¿En qué profundidades distantes,
En qué cielos ardió el fuego de tus ojos?
¿Con qué alas osó elevarse?
¿Qué mano osó tomar ese fuego?
¿Y qué hombro, y qué arte
Pudo tejer la nervadura de tu corazón?
Y al comenzar los latidos de tu corazón,
¿Qué mano terrible? ¿Qué terribles pies?
¿Qué martillo? ¿Qué cadena?
¿En qué horno se templó tu cerebro?
¿En qué yunque?
¿Qué tremendas garras osaron
Sus mortales terrores dominar?
Cuando las estrellas arrojaron sus lanzas
Y bañaron los cielos con sus lágrimas
¿Sonrió al ver su obra?
¿Quién hizo al cordero fue quien te hizo?
Tigre, tigre, que te enciendes en luz,
Por los bosques de la noche
¿Qué mano inmortal, qué ojo
Osó idear tu terrible simetría?
Todo el poema es una
queja dirigida al Creador que atañe a la presencia del mal en general y a la
contradicción que supone haber incluido en la vida aquello que la socava: la
muerte, la vejez, la enfermedad, el dolor físico, el sufrimiento moral, la
injusticia, el odio o la amargura. Blake lo increpa por su crueldad pero, al
presentar estos aspectos opuestos en la naturaleza, donde la falta de
conciencia les quita toda connotación ética, pone en evidencia el carácter
amoral de la Creación concediéndole plena libertad. La hermosura esplendorosa
del tigre, su agilidad y su fiereza no son gratuitas sino que están ligadas a
una geometría funcional que requiere de la existencia de una presa que
terminará por ser aniquilada y devorada. Sólo en el contraste se explicitan los
distintos seres y se definen los valores contrarios, pero eso no significa que
sean reales. Si consiguiésemos purificar “las puertas de la percepción”,
veríamos las cosas como son: un fluir infinito. El mundo real es el de la
imaginación creadora, pero vivimos engañados por los sentidos.
La teoría de las
emanaciones contribuye a resolver el dilema. Para Blake el dios creador,
Jehová, impone la ley moral y restringe a través de los diez mandamientos, pero
es el resultado de un dios superior, que, a la vez, envía a Jesucristo para
redimir a los humanos, dejándolos libres a través de la imaginación y del amor
que todo lo unen.
Blake pasó sus últimos años retirado, escribiendo y
realizando grabados. Hizo una exposición para reunir dinero, pero no tuvo
éxito. La única reseña aparecida a raíz del evento decía:
Un desgraciado lunático… unos pocos dibujos lamentables… un
fárrago sin sentido.
Murió apacible a los setenta años, sentado en su lecho
mientras cantaba alabanzas de su propia invención. El legado que dejó fue
valorado de manera adecuada muchos años después de su muerte. Thomas de
Quincey, por ejemplo, todavía se refería a él como “el grabador loco William
Blake”. Hoy se lo considera el más grande entre los futuros poetas románticos
que él mismo preludió y, por la unión que supo hacer de poesía, grabado,
escritura, diseño y acuarela, el último artista total de Gran Bretaña.
Artículo de Virginia Moratiel