Es concebible que los elementos que
constituyen el cuerpo puedan ser “transmitidos” y “sutilizados”, de modo que
puedan transferirse a una modalidad extracorporal, donde el ser podrá desde
entonces existir en condiciones menos estrechamente limitadas en relación con
el dominio corporal, especialmente bajo el aspecto de la duración. En tal caso,
el ser desaparecerá en un determinado momento sin dejar tras él ninguna huella
de su cuerpo; podrá, por otra parte, reaparecer temporalmente en el mundo
corporal, en razón de las interferencias entre éste y las demás modalidades del
estado humano.
Ello no sería en suma más que una demora
más o menos prolongada sobre la vía que debe normalmente conducir a la
restauración del “estado primordial”. El ser que lo ha alcanzado está
virtualmente “liberado” y “transformado”; por supuesto, su “transformación” no
puede ser efectiva, ya que todavía no ha salido del estado humano, del cual solamente
ha realizado integralmente la perfección; pero las posibilidades adquiridas
desde ese momento reflejan y “prefiguran” en cierto modo a las del ser
verdaderamente transformado. El ser establecido en este punto ocupa una
posición “central” con respecto a todas las condiciones del estado humano, de
manera que, sin haber pasado más allá, las domina en lugar de estar dominado
por ellas, como en el caso del hombre ordinario.
De ahí que podrá entonces, si quiere,
transportarse a un momento cualquiera del tiempo, así como a un lugar
cualquiera del espacio, como una consecuencia inmediata de la reintegración en
el centro del estado humano; es el reflejo, es el dominio humano de la propia
eternidad principial. Esta posibilidad puede no manifestarse al exterior en
modo alguno, pero el ser que la adquiere la posee entonces de una manera
permanente e inmutable, y nada podría hacérsela perder; le basta con retirarse
del mundo exterior y entrar en sí mismo para encontrar en el centro de su
propio ser la verdadera “fuente de la inmortalidad”.
El hombre no puede encontrar los principios
sino en sí mismo, y puede porque lleva en él la correspondencia de todo lo que
existe, pues “el hombre es el símbolo de la existencia universal”, si alcanza a
penetrar hasta el centro de su propio ser, en el cual está comprendida
“eminentemente” toda realidad.
El cuerpo tiene su principio inmediato en el alma, pero no procede del espíritu sino indirectamente y por intermedio del alma. Solamente cuando se considera al ser viendo en el espíritu ese aspecto “esencial” y en el cuerpo el aspecto “substancial” puede encontrarse una simetría entre los aspectos primero y último del ser ternario (espíritu=alma=cuerpo). Entonces, el alma es intermedia entre el espíritu y el cuerpo, pero en modo alguno puede ser considerada como producto o resultado de aquellas. El espíritu es yang y el alma yin, y por ello suelen simbolizarse respectivamente por el Sol y la Luna. El espíritu es la luz emanada directamente del Principio, mientras que el alma no presenta sino una reflexión de esa luz. El “mundo intermedio” o esfera anímica es propiamente el medio en el que se elaboran las formas y constituye un papel “maternal”; y esta elaboración se produce bajo la influencia del espíritu, que así tiene en ese aspecto un papel “paternal”.
La consideración del ternario de espíritu, alma y cuerpo nos conduce bastante naturalmente a la del ternario alquímico, Azufre, Mercurio y Sal. Se puede decir que el Azufre, cuyo carácter activo hace que se le asimile a un principio ígneo, es esencialmente un principio de actividad interior, que se considera se irradia a partir del centro mismo del ser. En el hombre tal fuerza interna suele identificarse por el poder de la voluntad, a condición de entender la voluntad de manera análoga a la “Voluntad divina” o, según la terminología oriental, la “Voluntad del Cielo”. Esta identificación está plenamente justificada en el “Hombre verdadero”, que se sitúa en el centro de todo, y cuya voluntad está necesariamente unida a la “Voluntad del Cielo”.
En cuanto al Mercurio, se considera que
reacciona desde el exterior, de suerte que desempeña el papel de fuerza
centrípeta que se opone a la fuerza centrífuga del Azufre, y en cierta manera
la limita. El Mercurio no se sitúa en la esfera corporal, sino en la esfera
sutil o anímica. De la acción interior del Azufre y exterior del Mercurio
resulta una especie de cristalización que determina una zona neutra en la que
se encuentran y estabilizan las influencias opuestas de uno y otro; el producto
de esa cristalización es la Sal, que constituye para el ser como una envoltura
por la que a la vez está en contacto con el ambiente y a la vez aislado. La Sal
se convierte así en intermediaria entre ellas; es como su resultante y se sitúa
en el propio límite de los dos ámbitos “interior” y “exterior”.
Simbólicamente, el Azufre
(Purusha-Yang-Activo-Seco-Sol-Padre) es comparable con el rayo luminoso (Agni,
Sol espiritual, fuego central de la Creación), y el Mercurio
(Prakriti-Yin-Pasivo-Húmedo-Luna-Madre) con su plano de reflexión. Así tenemos
que la Sal (Materia) es el producto del primero con el segundo.
En el orden microcósmico, la “puerta solar”, que es el “ojo” de la bóveda cósmica, corresponde al séptimo chakra, es decir, al punto de contacto del individuo con el “séptimo rayo del sol espiritual”, punto cuya localización se encuentra en la coronilla, y que se corresponde también con la abertura superior del athanor hermético.
La serpiente enroscada en torno al “Huevo
del Mundo” es la kundalini enroscada en torno del “núcleo de inmortalidad”; a
esta posición inferior de luz se alude en la fórmula hermética: “Visita las
partes inferiores de la tierra, y rectificando, encontrarás la piedra oculta”.
La rectificación es aquí el enderezamiento que señala, después del “descenso”,
el comienzo del movimiento, “verdadera medicina” pócima de la inmortalidad.
Un enderezamiento deberá en efecto
operarse, y no será posible sino cuando el punto más bajo haya sido alcanzado
(espíritu-núcleo de inmortalidad-piedra oculta-kundalini). Todo ello se
relaciona propiamente con el secreto de la “inversión de los polos”. Esta
alteración deberá por lo demás ser preparada, incluso visiblemente, antes del
fin del ciclo actual (Kali-yuga), pero no podrá serlo sino por aquel que,
uniendo en sí las potencias del Cielo y de la Tierra, las de oriente y
Occidente, manifestará al exterior, a la vez en el dominio del conocimiento y
en el de la acción, el doble poder sacerdotal y real conservado a través de las
edades, en la integridad de su principio único, por los depositarios de la
Tradición primordial.
Sería además inútil el querer saber ahora
cuándo y cómo se producirá tal manifestación, y sin duda será muy diferente de
todo lo que se podría imaginar a este respecto; los “misterios del polo” están
con seguridad bien guardados, y nada podrá darse a conocer al exterior antes de
que el tiempo fijado sea cumplido.
René Guénon, filósofo y esoterista francés
(1886-1951)
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