Si bien en el mundo parece imperar el omnipresente “lo
mismo, pero de distinta manera”, en la experiencia estética, aislada y puesta a
refugio de la voluntad, se dan tres notas que Arthur Schopenhauer (1788-1860) considera
fundamentales: en primer lugar, en la contemplación de lo bello tenemos la
sensación de que el tiempo se detiene; después, se propicia un conocimiento de
lo universal a partir de lo particular; y, por último, el espectador parece
salir de sí mismo olvidando su propia existencia individual. Cuando accedemos a
la experiencia estética, se da una supresión de la individualidad que permite
la irrupción del sujeto cognoscente, del sujeto puro emancipado del fatal imperio
de la voluntad, y al que se manifiesta en todo su esplendor la idea eterna, la
manifestación antropológica más fastuosa del arte. Una “puridad” que, por
tanto, hace alusión a un espacio y a un tiempo de alguna manera inexistente
(por raramente inaccesible), pues el sujeto que ha experimentado su
independencia de la pujante voluntad cobra consciencia de una nueva (aunque
siempre presente, mas no siempre vivida) realidad:
“Cuando los poetas cantan a la alegre mañana, al bello
atardecer, a la silenciosa noche de luna, etc., el objeto propio de su
glorificación es el puro sujeto de conocimiento que es suscitado por esas
bellezas naturales y ante cuya aparición la voluntad desaparece de la
consciencia, por lo que se alcanza aquella serenidad del corazón que no puede
encontrarse fuera de él, en el mundo.” - Arthur Schopenhauer
Y es que se diría que el sistema marcadamente pesimista que
desarrolla Schopenhauer ve algo de luz en la mencionada experiencia estética,
donde quedamos emancipados del avasallador gobierno de la voluntad. El arte no
es un mero artificio o entretenimiento diletante, sino una faceta humana digna
de tratar desde el prisma filosófico. Ante la aparición de lo bello, nos
elevamos a un orden de cosas en el que dejamos de conocer lo particular y
alcanzamos el conocimiento de las ideas, de lo inmutable (en este punto, como
es fácil suponer, Schopenhauer se apoya en la doctrina platónica). En la
experiencia estética nuestra individualidad existe tan sólo como puro sujeto
del conocimiento, como un “espejo límpido” en el que queda reflejado el objeto
contemplado. De alguna manera, nos convertimos en seres eternos al concebir los
objetos bajo la forma de la eternidad. En definitiva, gracias al arte dejamos
de ser víctimas de nuestros deseos.
Existe sin duda en Schopenhauer una desaforada urgencia por
desprenderse del mundo fenoménico (empírico). La historia del género humano y
la multitud tanto de sucesos como de cambios de épocas sólo representan para él
manifestaciones contingentes de ideas, pues el tiempo, por sí mismo, no produce
nada nuevo o significativo: no existe un plan diseñado ni el despliegue de
Espíritu o Idea alguna.
En la música, sin embargo, ya no se trata del aparecer
eidético de las cosas (como en el resto de artes), sino de una auténtica y acaso
definitiva aproximación a su ser, y no por medio de la imagen (pintura,
escultura) o la palabra (poesía), sino del sentimiento, primando ahora los
movimientos más subterráneos de la voluntad. Como indica Schopenhauer, “la
música no habla de las cosas, sino del bienestar y de la aflicción en estado
puro (únicas realidades para la voluntad), y por eso se dirige al corazón, pues
no tiene mucho que decirle directamente a la cabeza”.
El arte musical aparece en todo su esplendor en el opus
magnum del filósofo alemán como la luz que hace más visible el dominio de lo en
sí, del Ser. Por ello dedica capítulos separados para investigar su influjo en
nuestro ánimo, en la medida en que constituye, metafísicamente, un arte
particular.
Una vertiente que, sin duda, impresionó sobremanera a
Richard Wagner (1812-1833), que hacia 1854 se encontraba inmerso en una
vorágine creativa a la que, sin duda, contribuyó la lectura de las obras de
Schopenhauer, quien desde el primer momento le cautivó (si bien la admiración
no fue en absoluto mutua). Aunque no sólo él caería bajo el poderoso influjo
del pensador pesimista: otros célebres casos fueron los de Tolstói, Turguénev,
Nietzsche, Mainländer, Zola, Maupassant, Proust, Thomas Hardy, Joseph Conrad,
Thomas Mann, Cioran, Albert Caraco, Jorge Luis Borges o, en el mundo de la
música, el propio Wagner, Arnold Schönberg, Piotr Tchaikovski o el mismísimo
Mahler, quien incluso cita a Schopenhauer y de él asegura que había escrito las
líneas más bellas y profundas jamás redactadas sobre la música.
Y es que Schopenhauer se mostró tan tajante como certero a
la hora de definir la música como el arte sentimental por excelencia, como el
“arte total”:
“La música es el verdadero lenguaje universal que siempre se
comprende: por eso es hablado incesantemente con gran seriedad y celo, en todos
los países y a lo largo de todos los siglos; y una melodía significativa y muy
expresiva recorre enseguida su camino por todo el orbe terrestre, mientras que
una pobre e inexpresiva pronto se extingue y desaparece.”
A juicio de Thomas Mann, Wagner liberó su música del
cautiverio gracias a Schopenhauer, quien le dio la valentía, a través de sus
escritos, para que cobrara valor por sí misma, para llegar a ser la música que
Wagner esperaba de sus composiciones.
El propio Wagner así lo asegura en su autobiografía:
“Me familiaricé con un libro cuyo estudio iba a tener una
gran importancia para mí. El libro era El mundo como voluntad y representación,
de Arthur Schopenhauer. […] Me sentí inmediatamente interesado por él y empecé
a estudiarlo de inmediato. […] De súbito me sentí cautivado por la gran
claridad y la resuelta precisión con la que trataba, desde el principio, los
problemas metafísicos más abstrusos.”
Y concluye con una maravillosa confesión:
“No cabe ninguna duda de que fue, en parte, la seria
disposición mental surgida a raíz de mis lecturas de Schopenhauer […] la que me
dio la idea de Tristán e Isolda.” – R. Wagner
El propósito fundamental de Schopenhauer al respecto de la
naturaleza de la música es determinar su condición metafísica:
“La música, al pasar por encima de las ideas, es también
enteramente independiente del mundo fenoménico al que ignora sin más y, en
cierta medida, también podría subsistir aun cuando el mundo no existiera en
absoluto, siendo esto algo que no cabe decir de las demás artes.”
La música no designa un simple género de conocimiento, sino
que también y a la vez hace visible sentimentalmente a su objeto, la voluntad,
o lo que es lo mismo, no se contemplan ya formas inalterables o inmutables (las
ideas), sino el querer mismo, aquello de lo que estamos constituidos, el
carácter trémulo de nuestro deseo, que trasciende por entero y se hace
independiente del mundo fenoménico y de la esfera de las ideas. Tal es así,
aduce Schopenhauer, que se puede afirmar que el mundo es la música encarnada, y
ésta, la voluntad en forma de música: las partituras ponen en juego el
movimiento, el sempiterno temblor, de la voluntad en sus continuas querencias y
aventuras, pues la música es distinta de las demás artes y “representa lo
metafísico de todo lo físico del mundo, la cosa en sí de todo fenómeno”.
“El conocimiento último de la realidad sólo puede venir dado
por medio del sentimiento, nunca por medio de la abstracción, de la razón o el
concepto, lo que acerca a Schopenhauer al movimiento romántico: “lo
auténticamente opuesto al saber es el sentimiento”
Tanto la música como el mundo esconden la misma raíz, la
voluntad.
Es de este modo como el arte musical se inmiscuye en aquella
terra incognita que hasta ahora sólo podía haber sido delineada (a través de la
razón e incluso del resto de artes), mas no rastreada: la voluntad, la cosa en
sí, pues “la música nunca expresa el fenómeno, sino únicamente la esencia
íntima del mundo.” En definitiva, el lenguaje universal mediante el que se
comunica la música sólo se entiende en el silencio de la voluntad individual:
el silencio de nuestro yo permite abrir la puerta a la voz de nuestro ser en
sí. Un arte, el musical, que nos facultad de una “inteligencia sentimental” más
allá de la razón y el entendimiento, que desentierra lo más hondo de nuestro
ser.
Pues… el compositor revela la naturaleza más recóndita del
mundo y expresa la sabiduría más profunda en un lenguaje que su facultad de
razonamiento no comprende.
Extraído de “Schopenhauer: la música como conocimiento
metafísico" de Carlos Javier González Serrano.
El
Antimaterialismo en la obra del filosofo Arthur Schopenhauer:
Antimaterialismo: En líneas muy genéricas, el núcleo central de la doctrina schopenhaueriana puede resumirse básicamente en una concepción del mundo exterior, fenomenológico, como un producto del sujeto que percibe; según ello, el objeto (las cosas exteriores) no existen más que en el pensamiento del sujeto (el hombre), como su representación, como formas de sus propias ideas.
Esta negación -o mejor, imposibilidad de demostración- de una existencia real del mundo exterior al hombre mismo lleva a una sobrevaloración del propio Yo, de ese sujeto que constantemente crea esa aparente realidad exterior.
Consecuencia de todo ello es la radical postura que Schopenhauer mantiene en relación a las tendencias materialistas, opuestas de raíz a su teoría de la existencia de una materia real fuera del hombre.
"El absurdo fundamental del materialismo consiste en tomar lo objetivo como punto de partida, como primer principio de explicación... Admite la existencia absoluta de la materia como cosa en sí, deduciendo de ello toda la naturaleza orgánica y el sujeto cognoscente y explicándolos en su totalidad, siendo así que todo lo objetivo está variamente condicionado en cuanto objeto por el sujeto y sus formas de conocimiento" .
Por ello concluye que la materia exterior no es el poder eterno en el que se justifica la personalidad del hombre, que "en la materia no debe buscarse la explicación definitiva y última de las cosas, sino solamente el origen temporal de las formas inorgánicas y de los seres organizados" .
Esta postura -que para Schopenhauer es el punto de partida de toda su filosofía- se halla ya reñida de base con el materialismo dialéctico que postularía su contemporáneo el cerdo de Karl Marx, al igual que con los más inhumanos planteamientos del sistema capitalista, para los que la única realidad tangible es el mundo exterior y sus leyes, las leyes de la economía.
En la posición antimaterialista de nuestro filósofo está implícita la necesidad de una concepción del mundo para la que el mundo percibido por los sentidos pierde importancia ante la concepción nacida de la propia interioridad. Por ser el mundo una representación del sujeto, "la verdadera filosofía es idealista".
Fragmento del libro "Hitler y sus filósofos"
Antimaterialismo: En líneas muy genéricas, el núcleo central de la doctrina schopenhaueriana puede resumirse básicamente en una concepción del mundo exterior, fenomenológico, como un producto del sujeto que percibe; según ello, el objeto (las cosas exteriores) no existen más que en el pensamiento del sujeto (el hombre), como su representación, como formas de sus propias ideas.
Esta negación -o mejor, imposibilidad de demostración- de una existencia real del mundo exterior al hombre mismo lleva a una sobrevaloración del propio Yo, de ese sujeto que constantemente crea esa aparente realidad exterior.
Consecuencia de todo ello es la radical postura que Schopenhauer mantiene en relación a las tendencias materialistas, opuestas de raíz a su teoría de la existencia de una materia real fuera del hombre.
"El absurdo fundamental del materialismo consiste en tomar lo objetivo como punto de partida, como primer principio de explicación... Admite la existencia absoluta de la materia como cosa en sí, deduciendo de ello toda la naturaleza orgánica y el sujeto cognoscente y explicándolos en su totalidad, siendo así que todo lo objetivo está variamente condicionado en cuanto objeto por el sujeto y sus formas de conocimiento" .
Por ello concluye que la materia exterior no es el poder eterno en el que se justifica la personalidad del hombre, que "en la materia no debe buscarse la explicación definitiva y última de las cosas, sino solamente el origen temporal de las formas inorgánicas y de los seres organizados" .
Esta postura -que para Schopenhauer es el punto de partida de toda su filosofía- se halla ya reñida de base con el materialismo dialéctico que postularía su contemporáneo el cerdo de Karl Marx, al igual que con los más inhumanos planteamientos del sistema capitalista, para los que la única realidad tangible es el mundo exterior y sus leyes, las leyes de la economía.
En la posición antimaterialista de nuestro filósofo está implícita la necesidad de una concepción del mundo para la que el mundo percibido por los sentidos pierde importancia ante la concepción nacida de la propia interioridad. Por ser el mundo una representación del sujeto, "la verdadera filosofía es idealista".
Fragmento del libro "Hitler y sus filósofos"
En una anotación fechada en 1832, un nostálgico Arthur Schopenhauer
recordaba cuanto había descubierto en los numerosos y diversos viajes que
realizó con su familia en su más temprana infancia, gracias al ahínco de su
padre Heinrich Floris por que su hijo conociera la proteica e inquietante
dimensión de los asuntos humanos. En dicha anotación, Schopenhauer se refiere a
“la enfermedad, el dolor, la vejez y la muerte” que reinan por doquier en un
mundo que no duda en “gritar su verdad de manera audible”. La conclusión del
joven Arthur, siempre atento observador de cuanto le rodeaba, no pudo ser más
contundente ni tener más hondas consecuencias: “este mundo –escribía– no podía
ser la creación de un ser lleno de bondad sino, antes bien, la de un demonio
que se deleita en la visión de las criaturas a las que ha abocado a la
existencia; tal era lo que demostraban los hechos, de modo que la idea de que
ello es así acabó por imponerse”.