miércoles, 11 de marzo de 2020

RENÉ GUÉNON: NOCIONES BÁSICAS DE HERMETISMO


La base de toda enseñanza verdaderamente iniciática es que toda realización es de orden esencialmente interior, aún cuando sea susceptible de tener repercusiones en el exterior; el hombre no puede encontrar sus principios y medios más que en sí mismo, y puede hacerlo porque lleva en sí la correspondencia de todo cuanto existe: el hombre es un símbolo de la Existencia universal. Y si consigue penetrar hasta el centro de su propio ser, alcanza por ello el conocimiento total, con todo cuanto implica por añadidura: aquel que conoce a su Sí, conoce a su Señor, y entonces conoce todas las cosas en la suprema unidad del Principio mismo, fuera del cual nada hay que pueda tener el menor grado de realidad.

Es concebible que los elementos que constituyen el cuerpo puedan ser “transmitidos” y “sutilizados”, de modo que puedan transferirse a una modalidad extracorporal, donde el ser podrá desde entonces existir en condiciones menos estrechamente limitadas en relación con el dominio corporal, especialmente bajo el aspecto de la duración. En tal caso, el ser desaparecerá en un determinado momento sin dejar tras él ninguna huella de su cuerpo; podrá, por otra parte, reaparecer temporalmente en el mundo corporal, en razón de las interferencias entre éste y las demás modalidades del estado humano.

Ello no sería en suma más que una demora más o menos prolongada sobre la vía que debe normalmente conducir a la restauración del “estado primordial”. El ser que lo ha alcanzado está virtualmente “liberado” y “transformado”; por supuesto, su “transformación” no puede ser efectiva, ya que todavía no ha salido del estado humano, del cual solamente ha realizado integralmente la perfección; pero las posibilidades adquiridas desde ese momento reflejan y “prefiguran” en cierto modo a las del ser verdaderamente transformado. El ser establecido en este punto ocupa una posición “central” con respecto a todas las condiciones del estado humano, de manera que, sin haber pasado más allá, las domina en lugar de estar dominado por ellas, como en el caso del hombre ordinario.

De ahí que podrá entonces, si quiere, transportarse a un momento cualquiera del tiempo, así como a un lugar cualquiera del espacio, como una consecuencia inmediata de la reintegración en el centro del estado humano; es el reflejo, es el dominio humano de la propia eternidad principial. Esta posibilidad puede no manifestarse al exterior en modo alguno, pero el ser que la adquiere la posee entonces de una manera permanente e inmutable, y nada podría hacérsela perder; le basta con retirarse del mundo exterior y entrar en sí mismo para encontrar en el centro de su propio ser la verdadera “fuente de la inmortalidad”.
El hombre no puede encontrar los principios sino en sí mismo, y puede porque lleva en él la correspondencia de todo lo que existe, pues “el hombre es el símbolo de la existencia universal”, si alcanza a penetrar hasta el centro de su propio ser, en el cual está comprendida “eminentemente” toda realidad.



El cuerpo tiene su principio inmediato en el alma, pero no procede del espíritu sino indirectamente y por intermedio del alma. Solamente cuando se considera al ser viendo en el espíritu ese aspecto “esencial” y en el cuerpo el aspecto “substancial” puede encontrarse una simetría entre los aspectos primero y último del ser ternario (espíritu=alma=cuerpo). Entonces, el alma es intermedia entre el espíritu y el cuerpo, pero en modo alguno puede ser considerada como producto o resultado de aquellas. El espíritu es yang y el alma yin, y por ello suelen simbolizarse respectivamente por el Sol y la Luna. El espíritu es la luz emanada directamente del Principio, mientras que el alma no presenta sino una reflexión de esa luz. El “mundo intermedio” o esfera anímica es propiamente el medio en el que se elaboran las formas y constituye un papel “maternal”; y esta elaboración se produce bajo la influencia del espíritu, que así tiene en ese aspecto un papel “paternal”.



La consideración del ternario de espíritu, alma y cuerpo nos conduce bastante naturalmente a la del ternario alquímico, Azufre, Mercurio y Sal. Se puede decir que el Azufre, cuyo carácter activo hace que se le asimile a un principio ígneo, es esencialmente un principio de actividad interior, que se considera se irradia a partir del centro mismo del ser. En el hombre tal fuerza interna suele identificarse por el poder de la voluntad, a condición de entender la voluntad de manera análoga a la “Voluntad divina” o, según la terminología oriental, la “Voluntad del Cielo”. Esta identificación está plenamente justificada en el “Hombre verdadero”, que se sitúa en el centro de todo, y cuya voluntad está necesariamente unida a la “Voluntad del Cielo”.

En cuanto al Mercurio, se considera que reacciona desde el exterior, de suerte que desempeña el papel de fuerza centrípeta que se opone a la fuerza centrífuga del Azufre, y en cierta manera la limita. El Mercurio no se sitúa en la esfera corporal, sino en la esfera sutil o anímica. De la acción interior del Azufre y exterior del Mercurio resulta una especie de cristalización que determina una zona neutra en la que se encuentran y estabilizan las influencias opuestas de uno y otro; el producto de esa cristalización es la Sal, que constituye para el ser como una envoltura por la que a la vez está en contacto con el ambiente y a la vez aislado. La Sal se convierte así en intermediaria entre ellas; es como su resultante y se sitúa en el propio límite de los dos ámbitos “interior” y “exterior”.
Simbólicamente, el Azufre (Purusha-Yang-Activo-Seco-Sol-Padre) es comparable con el rayo luminoso (Agni, Sol espiritual, fuego central de la Creación), y el Mercurio (Prakriti-Yin-Pasivo-Húmedo-Luna-Madre) con su plano de reflexión. Así tenemos que la Sal (Materia) es el producto del primero con el segundo.



En el orden microcósmico, la “puerta solar”, que es el “ojo” de la bóveda cósmica, corresponde al séptimo chakra, es decir, al punto de contacto del individuo con el “séptimo rayo del sol espiritual”, punto cuya localización se encuentra en la coronilla, y que se corresponde también con la abertura superior del athanor hermético.
La serpiente enroscada en torno al “Huevo del Mundo” es la kundalini enroscada en torno del “núcleo de inmortalidad”; a esta posición inferior de luz se alude en la fórmula hermética: “Visita las partes inferiores de la tierra, y rectificando, encontrarás la piedra oculta”. La rectificación es aquí el enderezamiento que señala, después del “descenso”, el comienzo del movimiento, “verdadera medicina” pócima de la inmortalidad.

Un enderezamiento deberá en efecto operarse, y no será posible sino cuando el punto más bajo haya sido alcanzado (espíritu-núcleo de inmortalidad-piedra oculta-kundalini). Todo ello se relaciona propiamente con el secreto de la “inversión de los polos”. Esta alteración deberá por lo demás ser preparada, incluso visiblemente, antes del fin del ciclo actual (Kali-yuga), pero no podrá serlo sino por aquel que, uniendo en sí las potencias del Cielo y de la Tierra, las de oriente y Occidente, manifestará al exterior, a la vez en el dominio del conocimiento y en el de la acción, el doble poder sacerdotal y real conservado a través de las edades, en la integridad de su principio único, por los depositarios de la Tradición primordial.

Sería además inútil el querer saber ahora cuándo y cómo se producirá tal manifestación, y sin duda será muy diferente de todo lo que se podría imaginar a este respecto; los “misterios del polo” están con seguridad bien guardados, y nada podrá darse a conocer al exterior antes de que el tiempo fijado sea cumplido.


René Guénon, filósofo y esoterista francés (1886-1951)


Extraído de:

jueves, 13 de diciembre de 2018

La poesía vidente de William Blake y sus grabados simbólicos


En la Grecia arcaica, la poesía se consideró un don sublime y, por eso, se atribuyó a los aedos un rango social equivalente al de sacerdotes y adivinos.
Se pensaba que la inspiración era entusiasmo, una exaltación del ánimo cautivo provocada por un soplo divino y, por tanto, una forma de posesión o de canalización mediante la cual los dioses se hacían presentes, de ahí que el primer deber de todo poeta consistiese en invocar a las Musas.
Platón insiste varias veces en que se trata de una especie de manía, pero en el Fedro la distingue con nitidez de la locura humana.
Puede que el poeta no sepa lo que dice y sea torpe al explicar el verdadero sentido de sus palabras, pero está claro que dice mucho más de lo que él sabe por sí mismo de manera consciente.
Esa manifestación del reino espiritual, que traspasa al individuo y lo trasciende, se realiza mediante imágenes, oníricas o sensibles.


Entre los poetas predomina la escucha de voces –como le ocurría a Rilke o incluso a Mahoma–, y en cierto sentido es lógico, ya que la poesía es el arte de la palabra y desde su origen estuvo ligado a la música. Sin embargo, igual que le sucede a los místicos, algunos poetas también pueden tener visiones. 
Esto es lo que le sucedió a William Blake y la razón por la cual ilustró sus poemas con extraordinarios grabados simbólicos, anticipando el surrealismo con mucha antelación. Gracias a él, por primera vez se produjo la asociación entre la poesía y la pintura, que los más prestigiosos filósofos de la época –por ejemplo, Schelling– impugnarían de plano por considerar a esta última un arte espacial y descriptivo, contrario a los principios que rigen la lírica: el tiempo y las emociones. Como es obvio, el rechazo de Schelling se debe a sus propios prejuicios respecto de la pintura, porque las visiones de las que estamos hablando no se dan en el espacio ni son intuiciones sensibles sino intelectuales. A través de ellas, lo eterno irrumpe como un rayo condensando la colosal energía de la totalidad en un instante que se volatiliza. La belleza habita en esa endeble frontera que linda entre lo absoluto y lo finito, en ese punto de contacto entre los dedos de Dios y de Adán en el momento de su creación, cuando le es transmitida la chispa de vida, según aparece en el famoso fresco de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina:

Quien a sí encadenare una alegría
malogrará la vida alada.
Pero quien la alegría besare en su aleteo
vive en el alba de la eternidad.

De hecho, la puerta de entrada al mundo espiritual se encuentra para Blake en el entendimiento, si bien no en la conceptualización, porque “generalizar es ser un idiota y particularizar es la única distinción del mérito”.
Es la imaginación que reivindicarán poco después los románticos alemanes, apta para descubrir lo universal en las experiencias singulares.
Se trata, pues, de una capacidad intuitiva que permite establecer jerarquías y no consiste tanto en negar las pasiones cuanto en fomentar “las realidades del intelecto”.
Semejante preferencia lo vincula a tradiciones antiguas: al gnosticismo del Asia Menor y la Alejandría de los primeros siglos de la era cristiana, a los cabalistas y a los herejes cátaros del sur de Francia, pero también a Jakob Boehme y, sobre todo, al pensador sueco Emmanuel Swedenborg, quien –igual que él– vivió en Londres y fue un visionario.



Estas afinidades con la mística y el esoterismo convirtieron a Blake en un individuo aislado e incomprendido, poco leído en su tiempo, debido también al alto costo de sus ediciones. Entre sus contemporáneos, pasó por ser una especie de poeta maldito, revulsivo y asocial, pero, en cambio, esas mismas características le permitieron prolongar sus ideas hacia el futuro como adelanto del porvenir.


Su propia vida contribuyó a forjarle fama de tipo raro, un tanto diabólico: medio loco, desagradable y agresivo. Con una educación poco teórica, pues era hijo de pequeños comerciantes, quienes pertenecían a una secta protestante radical opuesta a la iglesia oficial inglesa y apoyaron con fervor su carrera de grabador, tuvo su primera videncia siendo niño. Entonces contó haber estado hablando con el profeta Ezequiel, sentado bajo un árbol de cuyas ramas parecían pender ángeles brillantes cual centellas, por lo que fue castigado.

Cuando las voces infantiles se escuchan en el prado,
Y susurros en el valle,
Los días juveniles surgen frescos en mi mente
Y mi rostro se vuelve verde y lívido.

 Pero sus siguientes visiones del más allá, que acostumbraba a comentar sin ninguna clase de reparo, incluyeron a los personajes más variopintos que uno pudiera imaginar, desde un hermano muerto, que le transmitía técnicas de grabación, hasta dioses, profetas, presencias infernales, ángeles, antiguos reyes o simples extraños a quienes no podía identificar. Su ansia de saber se satisfacía en el exceso y por eso –en contra de Swedenborg– prefería la charla con demonios al diálogo con espíritus piadosos. Su actitud ante estas situaciones era de una perfecta inocencia, de una ingenuidad serena y consecuente. No tanto como sus irónicos epigramas, cuya saña lo llevó a enemistarse con conocidos e incluso amigos. Se casó con una mujer analfabeta, a quien enseñó a leer, a escribir y a hacer grabados. Ella fue su sostén psicológico así como su ayudante artística durante toda la vida y él le respondió con ternura y fidelidad, si bien, en un principio, le propuso una relación polígama, que no llegó a concretarse. Sin embargo, lo extraño no fue su propuesta (Milton también era partidario), sino su decisión inmediata de casarse cuando apenas la conocía, tras una conversación en la que percibió la conmiseración de ella hacia sus propios desengaños amorosos. Un ímpetu parecido al que –según dijo– lo arrastró al frente de la muchedumbre en el asalto a la prisión londinense de Newgate en 1780, o a ese impulso que le hizo pegar a un transeúnte por cometer un acto de injusticia o descortesía en la calle, o a ese otro arrebato que le llevó a atacar violentamente a un intruso en su jardín. Además, fue amigo de la feminista Mary Wollstonecraft, para quien ilustró alguno de sus libros y con la cual compartió varias ideas entonces radicales, entre ellas, la defensa del derecho de la mujer a su autorrealización o la condena de la represión sexual y del matrimonio sin amor. En suma, rechazó la hipocresía de los usos burgueses y erigió en lema de conducta su proverbio “quien desea, pero no actúa, engendra pestilencia”.


Si la meta de los místicos consiste en negar la propia individualidad y abandonarse a Dios para unirse a él, no se puede decir que Blake haya sido uno de ellos. Más bien fue un vidente, capaz de percibir lo eterno no caído en la inmanencia de lo caduco y, de este modo, captar la totalidad en cada una de las creaciones del universo. Así lo dice en su poema “Augurios de inocencia”:

Para ver un mundo en un grano de arena
Y un paraíso en una flor silvestre,
Sostén el infinito en la palma de la mano
Y la eternidad en una hora.

Un Petirrojo en una Jaula
Pone furioso a todo el Cielo
Un palomar repleto de Palomas
Estremece las regiones del Infierno.


Quizás, en lugar de pensarlo como un místico, deberíamos considerarlo un pensador mítico, que realizó de forma anticipada la propuesta de Fr. Schlegel y de Schelling de elaborar una mitología que sirviera de materia para una nueva etapa artística de la humanidad. En efecto, Blake creó un sistema teológico completo, expuesto en sus Libros proféticos a través de una intrincada teogonía de cuño original, sobre cuyo significado los intérpretes aún no se han puesto de acuerdo, en gran medida porque las divinidades fueron cambiando su sentido simbólico según el poeta avanzaba en la escritura de las obras. En efecto, El primer libro de Urizen, publicado en 1794, es una cosmogonía a partir de este dios anciano y ciego, que encarna a la razón decadente, alienada, mera fuente de opresión. En los primeros versos Blake narra la batalla que la mente divina libra dentro de sí misma para establecerse distinguiéndose del mundo y, al tratar de construir una barrera para protegerse de la eternidad, Urizen sufre –como en las cosmogonías gnósticas– una caída.
Tal vez por eso, ciertos comentaristas –entre ellos, Borges– lo asimilan con el tiempo. En alguno de sus grabados Blake lo representa con un compás, que le sirve para crear, limitar y medir el universo; en otros, rodeado de libros y las tablas de la ley, o con redes o cadenas, símbolos todos ellos de las reglas que le permiten confinar a las personas y que acaban por esclavizarlo a él mismo.

¡Mirad, una sombra de horror se ha alzado
En la Eternidad! Desconocida, estéril,
Ensimismada, repulsiva: ¿qué Demonio
Ha creado este vacío abominable
Que estremece las almas? Algunos respondieron:
“Es Urizen”. Pero desconocido, abstraído,
Meditando en secreto, el poder oscuro se ocultaba.
Los tiempos dividió en tiempo y midió
Espacio por espacio en sus cerradas tinieblas,
Invisible, desconocido: las mutaciones surgieron
Como montañas desoladas, furiosamente destruidas
Por los vientos oscuros de las perturbaciones.

En Los cuatro Zoas, en cambio, Urizen sigue representando la crueldad despótica de la razón, entendida como tradición y no como invención, pero comparte su poder con otros tres “Zoas”: el instinto, la pasión y la imaginación, siendo la última el auténtico demiurgo creador (Los). Estas raíces dinámicas de la vida se perfilan como emanaciones de un dios caído o aspectos del hombre originario, llamado Albión, nombre que la mitología griega daba al gigante hijo de Poseidón, fundador de la isla de Gran Bretaña. Constituyen el principio y el resultado del abrupto descenso del alma desde la luz a las tinieblas, un recorrido a la vez individual y colectivo, por el cual podrá elevarse y redimirse una vez llegada al fondo del abismo, para restaurar la Edad de Oro y con ello dar lugar a una nueva era histórica de la humanidad. En la misma línea, el panteón incluye también emanaciones femeninas a partir de este ser masculino integrado, además del héroe John Milton, quien no es otro que el autor de El paraíso perdido, que regresa del cielo para corregir sus errores teológicos a través de la poesía del propio William Blake, quien creyó ser su reencarnación.




Pues, si eres alimento de gusanos, oh Virgen de los cielos,
¡Qué grande tu utilidad! ¡Qué grande tu bendición! Todo lo que vive
No vive solo, ni para sí…

Las ambigüedades de este despliegue mitológico son explicables en cuanto fruto de una creación no consciente que apunta a arquetipos globales y no a alegorías intencionadas. Responden a una visión sincrética y totalizadora donde el panteísmo se concilia con el politeísmo incorporando también el cristianismo, porque Jesús fue para Blake su gran inspirador, ya que lo identificó con la imaginación. Así, el mundo descrito en “Augurios de inocencia”, donde cualquier elemento se relaciona con el universo entero afectando el conjunto con cada una de sus acciones, no remite al dios tradicional, ese que, en su infinita sabiduría y bondad, difícilmente podría hacerse responsable de la estupidez y la maldad humana o de la violencia incomprensible de la naturaleza. Se trata de la divinidad que decide escindirse de lo eterno para acercarse a lo fugaz y que, embelesada por sus obras, se ama al amarlas, plena de satisfacción, incluso ante sus defectos. Es la “eternidad enamorada de sus producciones en el tiempo”, a la cual se refieren los Proverbios del infierno, porque en la precariedad de lo efímero permanece aún ese gesto que anima y da vida a todo el cosmos, la seña de la absoluta creación, cuyo trabajo silencioso al final hará posible la redención de lo sensible.

Y esto exige, como es obvio, replantear la cuestión del mal, que es el verdadero escollo de la teología tradicional y la mayor duda que corroe al pensamiento cuando se hace coincidir a Dios con el bien. Precisamente, en uno de sus más famosos poemas, Blake plantea este problema bajo la figura de un tigre:

Tigre, tigre, que te enciendes en luz
Por los bosques de la noche,
¿Qué mano inmortal, qué ojo
Pudo idear tu terrible simetría?
¿En qué profundidades distantes,
En qué cielos ardió el fuego de tus ojos?
¿Con qué alas osó elevarse?
¿Qué mano osó tomar ese fuego?
¿Y qué hombro, y qué arte
Pudo tejer la nervadura de tu corazón?
Y al comenzar los latidos de tu corazón,
¿Qué mano terrible? ¿Qué terribles pies?
¿Qué martillo? ¿Qué cadena?
¿En qué horno se templó tu cerebro?
¿En qué yunque?
¿Qué tremendas garras osaron
Sus mortales terrores dominar?
Cuando las estrellas arrojaron sus lanzas
Y bañaron los cielos con sus lágrimas
¿Sonrió al ver su obra?
¿Quién hizo al cordero fue quien te hizo?
Tigre, tigre, que te enciendes en luz,
Por los bosques de la noche
¿Qué mano inmortal, qué ojo
Osó idear tu terrible simetría?


Todo el poema es una queja dirigida al Creador que atañe a la presencia del mal en general y a la contradicción que supone haber incluido en la vida aquello que la socava: la muerte, la vejez, la enfermedad, el dolor físico, el sufrimiento moral, la injusticia, el odio o la amargura. Blake lo increpa por su crueldad pero, al presentar estos aspectos opuestos en la naturaleza, donde la falta de conciencia les quita toda connotación ética, pone en evidencia el carácter amoral de la Creación concediéndole plena libertad. La hermosura esplendorosa del tigre, su agilidad y su fiereza no son gratuitas sino que están ligadas a una geometría funcional que requiere de la existencia de una presa que terminará por ser aniquilada y devorada. Sólo en el contraste se explicitan los distintos seres y se definen los valores contrarios, pero eso no significa que sean reales. Si consiguiésemos purificar “las puertas de la percepción”, veríamos las cosas como son: un fluir infinito. El mundo real es el de la imaginación creadora, pero vivimos engañados por los sentidos.
La teoría de las emanaciones contribuye a resolver el dilema. Para Blake el dios creador, Jehová, impone la ley moral y restringe a través de los diez mandamientos, pero es el resultado de un dios superior, que, a la vez, envía a Jesucristo para redimir a los humanos, dejándolos libres a través de la imaginación y del amor que todo lo unen.

Blake pasó sus últimos años retirado, escribiendo y realizando grabados. Hizo una exposición para reunir dinero, pero no tuvo éxito. La única reseña aparecida a raíz del evento decía:

Un desgraciado lunático… unos pocos dibujos lamentables… un fárrago sin sentido.

Murió apacible a los setenta años, sentado en su lecho mientras cantaba alabanzas de su propia invención. El legado que dejó fue valorado de manera adecuada muchos años después de su muerte. Thomas de Quincey, por ejemplo, todavía se refería a él como “el grabador loco William Blake”. Hoy se lo considera el más grande entre los futuros poetas románticos que él mismo preludió y, por la unión que supo hacer de poesía, grabado, escritura, diseño y acuarela, el último artista total de Gran Bretaña.

Artículo de Virginia Moratiel










sábado, 13 de octubre de 2018

El PARAKLITO - Sabiduria Hiperbórea


El Yo, con actitud graciosa luciférica, debe conseguir que se manifieste el Paráklito durante el éxtasis rúnico, es decir, que coincida en el infinito actual: su presencia no brindará ningún conocimiento aparte de la verdad de la runa increada, pero, en cambio, transmutará la estructura psíquica del virya creando una esfera de voluntad egoica en torno del selbsth.

La esfera ehre cuyo contenido es una energía extra aportada por el Paráklito, se convierte así en una fuente de fuerza volitiva que el Yo consume para reforzar su propia esencia volitiva.

Tal es la Gracia del Verdadero Dios: que el Espíritu revertido y encadenado no carezca jamás de la fuerza necesaria para concretar su liberación.

Si la fuerza volitiva es insuficiente, el Yo dispondrá siempre de la posibilidad de RECLAMAR EL AUXILIO DEL PARAKLITO.

No obstante, su presencia transmutadora solo se manifestará a aquel virya que expresa una “actitud graciosa luciférica”, vale decir, a quien haya recibido el mensaje del Gral de Kristos Lucifer, El Enviado de El Incognoscible, y se haya alineado en su bando guerrero”.

Sobre ese carácter AUXILIAR del Paráklito, aquí vamos a completar el concepto y a aclararlo recurriendo a su etimología; en cuanto a la referencia al “Gral de Kristos Lucifer”, cabe advertir que dicho tema será desarrollado con detalle en el inciso “Estrategia “0” de los Sidas Leales”.

Paráklito es una palabra griega derivada de PARAKLESIS, llamamiento, petición de auxilio, solicitud de liberación, etc, donde se ve ya, el significado apuntado.

El Paráklito es considerado así, en su origen, un “llamador de auxilio”, un intercesor o abogado por la libertad, etc.

El cristianismo empleó al principio con buen tino este vocablo para designar al Espíritu Santo o Mediador Divino, concepto que se acerca bastante al de la Sabiduría Hiperbórea: VOLUNTAD-DEL-INCOGNOSCIBLE-DE-LIBERAR-AL-ESPÍRITU.

Pero luego de la nefasta alianza entre los Emperadores romanos y la Iglesia, después del concilio de Nicea y subsiguientes, se “inventó” una “trinidad divina” y se incorporó el Paráklito a los Aspectos de Jehová Satanás, envenenando definitivamente su significado original.

Sin embargo, la palabra es hiperbórea y no por degradada dejaremos de usarla cuando nos convenga, remitiéndonos siempre al concepto de la Sabiduría Hiperbórea.

La misma reserva guardaremos con respecto a otras dos palabras, GRACIA y CARISMA, igualmente violadas por la teología católica y que ahora redefiniremos.

Al Paráklito, se lo denomina AGENTE CARISMATICO, según se dijo.

La palabra CARISMA, así como también caridad, caritativo, etc., proviene de la raíz griega CHARIS o JARIS que tiene, entre otros muchos, el significado de GRACIA, atractivo, fundamentalmente, don divino.

Esta misma raíz dio en latín a GRATIAE, de donde procede la castellana GRACIA, y gratis, gratificar, grato, etc., con las mismas acepciones que en griego.

También las GRATI, las tres Gracias Divinas, registran el mismo origen: AGLAYA, “la brillante”, EUFROSINA, “la alegría del corazón”, y THALIA, “la florida”.

Etimológicamente, entonces CARISMA y GRACIA son palabras sinónimas.

Sin embargo, para la Sabiduría Hiperbórea, ambas voces tienen un sentido levemente diferente: en CARISMA se reserva el carácter absolutamente trascendente que corresponde a la manifestación o expresión del Paráklito como AGENTE u OBRADOR DIVINO; de allí lo de “AGENTE CARISMATICO” como expresión del Paráklito.

A GRACIA, en cambio, se la emplea para señalar la actitud del virya, cuando establece la vinculación carismática, es decir, la “actitud graciosa luciférica”.


martes, 27 de marzo de 2018

NOVALIS: La poesía del espíritu


Novalis fue considerado por Goethe como el potencial Imperator de la vida espiritual en Alemania: en tan alta estima tuvo su fuerza poética y filosófica. Friedrich von Hardenburg (Novalis) murió pronto, con tan sólo 29 años de edad. La gran repercusión de su obra no tuvo lugar hasta después de su muerte.

A Novalis se le suele considerar como el representante más genuino del primer Romanticismo alemán.

“Lo mismo que un rey de la Naturaleza terrestre, la luz concita todas las fuerzas a cambios innúmeros, ata y desata vínculos sin fin, envuelve todo ser de la tierra con su imagen celeste -su sola presencia abre la maravilla de los imperios del mundo. Pero me vuelvo hacia el valle, a la sacra, indecible, misteriosa noche.” - Novalis, Himnos a la noche

Al despliegue de esta idea en germen lo llamará Novalis “idealismo mágico”, un proyecto que tiene que ver en su núcleo con la relación del hombre con el cosmos, relación que podemos caracterizar globalmente como intuición intelectual. Sin embargo, “lo que caracteriza la intuición intelectual novaliana del Universo es lo siguiente: en el poeta esta visión es además un éxtasis, una salida del hombre de sí mismo y una proyección activa del sujeto sobre el objeto que conoce, una acción del ser humano sobre las cosas. […] La analogía que existe entre el alma individual y el cuerpo humano, por una parte, y la que se da entre el alma del Universo y éste, por otra; es la doctrina del microcosmos y el macroanthropos”. Así, aquella intuición intelectual no es entonces una aprehensión pasiva de lo que se halla fuera de nosotros, sino más bien una actuación de nosotros sobre lo exterior al yo. La magia, en último término, será el arte de actuar sobre las cosas –a voluntad del mago–, de transformar la realidad. Esta mágica actuación del ser humano (en concreto, la del poeta) sobre las cosas constituye su auténtica tarea, su vocación: imponer la idea y el espíritu sobre la materia, espiritualizar el cosmos.

Es sorprendente que el interior del hombre sólo haya sido tratado en forma tan escasa y carente de espíritu. […] A nadie se le ocurrió buscar nuevas fuerzas, todavía sin denominar.

Novalis realiza un giro que Arthur Schopenhauer repetirá una generación más tarde en forma de un sistema cerrado. Éste, al igual que Novalis, distinguirá entre el conocimiento según el principio de causalidad (o representación), y su forma íntima, ligada al cuerpo. De esta manera, el hombre no sólo se experimenta a sí mismo cuando realiza un análisis introspectivo, sino que también se adentra en la dimensión interior del mundo. En sus manuscritos berlineses, Schopenhauer escribía que “hemos ido hacia fuera en todas las direcciones, en lugar de entrar en uno mismo, donde ha de resolverse todo enigma”. Novalis, como nos explica Rüdiger Safranski en su libro Romanticismo, dio también el nombre de “voluntad” a estas fuerzas no investigadas aún en la historia del pensamiento. Tal voluntad se convierte para Novalis en algo mágico; cuando hayamos aprendido este idealismo mágico, escribía nuestro autor en sus diarios, “cada uno será su propio médico, y podrá granjearse un sentimiento completo, seguro y exacto de su cuerpo”.

El acontecimiento decisivo de la vida de Novalis tiene lugar cuando conoce y se enamora profundamente de Sophie von Kühn (muchacha de apenas trece años). Poco tiempo después, la joven muere, lo que causará un gran dolor en el corazón de Novalis. Safranski nos explica en la obra mencionada que “para superar ‘todo infortunio de la vida’, se sumerge en las fuerzas creadoras de la naturaleza, que advierte también en sí mismo. ‘El camino misterioso va hacia dentro’. […] Novalis está henchido de la fe en que la muerte que él mismo se inflige es una transformación y no un final. Orfeo sigue a Eurídice, pero no al reino de los muertos, sino a una vida superior. La añoranza de la muerte es en realidad la aspiración a una vida incrementada, y él quiere alcanzarla por la fuerza de su voluntad y atraído mágicamente por la imagen transfigurada de su amada. En el dolor de la separación nota su ‘llamada al mundo invisible'”: será la llamada de la Noche. Así, escribe en los Himnos de la noche:

“¿Tiene que volver siempre la mañana? ¿No acabará jamás el poder de la tierra? Siniestra agitación devora las alas de la Noche que llega. ¿No va a arder jamás para siempre la víctima secreta del Amor? Los días de la Luz están contados; pero fuera del tiempo y del espacio está el imperio de la Noche. – El Sueño dura eternamente. Sagrado Sueño – no escatimes la felicidad a los que en esta jornada terrena se han consagrado a la Noche. Solamente los locos te desconocen y no saben del Sueño, de esta sombra que tú, compasiva, en aquel crepúsculo de la verdadera Noche, arrojas sobre nosotros. Ellos no te sienten en las doradas aguas de las uvas – en el maravilloso aceite del almendro y el pardo jugo de la adormidera. Ellos no saben que tú eres la que envuelve los pechos de la tierna muchacha y convierte su seno en un cielo – ellos ni barruntan siquiera que tú, viniendo de antiguas historias, sales a nuestro encuentro abriéndonos el Cielo y trayendo la llave de las moradas de los bienaventurados, de los silenciosos mensajeros de infinitos misterios.”

En vida siempre le rodeó (sus amigos y familiares más cercanos eran unánimes al respecto) un halo de misterio que respondía a su carácter llamativamente taciturno. Él mismo declaró que:

La sede del alma está ahí donde el mundo interior y el mundo exterior se rozan. Donde uno y otro se entrecruzan está el alma, en cada punto de contacto.

“Ejercítate en la lentitud”, escribió Novalis en uno de los cuadernos que siempre tenía a mano. Sintió casi desde la infancia la inminencia de la muerte, y precisamente por eso tenía que escribir despacio. No habría tiempo para la revisión. “Todo es semilla” , escribió también, en otro lugar, en otro cuaderno. Una semilla que él sabía bien que no vería germinar.

Su vida fue una búsqueda constante de lo absoluto. Ese absoluto que el hombre intuye entre lo efímero que le rodea. “Buscamos por todas partes lo absoluto -escribió Novalis-, y encontramos siempre y sólo cosas”. Pero que sólo encontrara cosas no le desanimó. Lo que hizo fue ahondar en ellas, y lo hizo por dos caminos: el estudio de las cosas a través de la ciencia, y la búsqueda de su misterio a través de la poesía. Por eso, para Novalis, ciencia y poesía tienen una misma meta y al final confluyen. Al confluir levantan el velo que cubre la realidad, y las cosas aparecen como un receptáculo de lo absoluto.

La vida y la obra, truncadas ambas, de Novalis, han quedado como esos torsos griegos a los que el tiempo ha mutilado con tanta belleza. Goethe vivió ochenta y dos años de perfecta salud y dejó una obra impecable. Novalis vivió veintiocho, una gran parte enfermo, y sólo ha dejado fragmentos inconexos, novelas sin terminar y un puñado de poemas. Sin embargo, su vida y su obra tienen la misma perfección que las del viejo poeta ilustrado. La vida y la obra de Novalis parece que tenían que ser así, dolientes y mutiladas, para alcanzar la perfección que les correspondía.

Bajo el título de Poemas tardíos se reúnen una serie de poemas escritos en los últimos años de la vida de Novalis –entre los veinticinco y los veintiocho años– a los que se ha prestado poca atención, pero que sin duda, revelan con toda nitidez la visión personalísima dentro del movimiento romántico que Novalis tenía del mundo.  

“Buscamos por todas partes lo incondicionado y sólo encontramos cosas.”


Novalis, fue un mago en busca de la inocencia perdida:

Creyó hacer la revolución cultura, convirtiendo el arte en instrumento para la transformación de la sociedad, y evolucionó hacia un naturalismo espiritualista, que dio cabida a la teosofía junto a la ciencia, la magia y la alquimia, para decantarse finalmente por un misticismo, cristalizado en una apología de la cristiandad medieval y en la restauración de un nuevo catolicismo.

Igual que muchos de sus amigos, se inclinó por las formas estéticas inacabadas: proyectos, esbozos o sugerencias, así como por los textos breves: aforismos y cuentos, mezclando muchas veces la prosa con la poesía. Seguramente pensó que así mostraba mejor el carácter fragmentario, móvil, de la realidad y el absurdo que reside en el individuo aislado, obligando a los lectores a recomponer el significado de esos trozos aparentemente dispersos. Además, su preferencia por desvelar el mundo bajo la enigmática figura de sueños y visiones reforzó su subjetivismo y la certeza de que, tras la desaparición del reino de los sentidos y la inteligencia, se alza la auténtica realidad, que es de índole espiritual:

“La ceniza de las rosas terrestres es la gleba natal de las rosas celestes. ¿Acaso nuestra estrella vespertina no es la estrella matutina de los antípodas?”

Pero, lo que distingue a Novalis  y lo hace tan querible, es su inocencia. Parece como si tras él, se agazapara trémulo un niño, persuadido de que la magia opera en el mundo, que los ideales de perfección, amor y belleza pueden alcanzarse. Y, sin embargo, no hay en él ni candidez ni infantilismo sino la convicción y la esperanza de quien ya ha experimentado el contraste entre lo ideal y lo real:

“Cuando veas un gigante, examina antes la posición del sol; no vaya a ser la sombra de un pigmeo.”

Tras una vida no excesivamente holgada, pero sin graves dificultades, en plena juventud, Novalis se dio de narices contra la realidad, topó con el principal límite que acota la existencia humana. En un breve lapso de tiempo, fallecieron su prometida Sophie von Kühn y su hermano Erasmus a causa de la tuberculosis. Al principio se hundió en la soledad y la depresión, pero pronto comprendió que, como el alquimista transmuta los metales en oro, debía compensar la pérdida eternizando a su amada en la poesía. Así, cambió la imagen real de aquella niña de trece años, de salud frágil, ignorante, caprichosa y pueril, transfigurándola gracias a la excelencia de los ideales. Y al hacerlo, también él sufrió una metamorfosis. En aquel momento nació el idealismo mágico.

“El mayor hechicero sería el que se hechizase hasta el punto de tomar sus propias fantasmagorías por apariciones autónomas. ¿No sería este nuestro caso?”


 Para Novalis, la realidad es fruto de la imaginación, o sea, una construcción totalmente subjetiva. Resulta del choque de nuestra energía espiritual con algo que la obstaculiza, ante lo cual intentamos realizar una síntesis que plasmamos en una imagen. Somos hacedores del mundo y éste es el punto de partida de la magia. Si la mente del brujo puede incidir en su entorno y modificarlo, es porque refleja en su interior lo circundante, de modo que un cambio dentro de ella implica una transformación externa y viceversa.

No se trata sólo de que el hombre sea un microcosmos sino de que “el mundo es un macroánthropos”. Por eso, la poesía tiene la capacidad de reconfigurar el universo a través de la palabra creadora, como si fuera el Verbo divino o un sencillo “abracadabra”. Pero la diferencia principal con el filósofo es que para el poeta no hay una síntesis definitiva y todas las perspectivas del mundo son igualmente válidas, lo cual salvaguarda la libertad de crear y el derecho que el artista tiene de encarnar los más diversos personajes con independencia de sus cualidades éticas o intelectuales.

 Así, la palabra poética despierta el mundo anquilosado por las categorías y el mecanicismo de la visión científica para devolverlo a la vida, despabila el espíritu que anida dormido en la naturaleza, dándole otra vez organicidad y finalidad. Por eso, al levantar el velo de la diosa Isis, el aprendiz de la naturaleza descubre a su amada o, en otra versión, simplemente halla el reflejo de su propia imagen.






“Uno lo logró: levantó el velo de la diosa de Saís (Isis)


Y ¿qué vio?


Se vio, ¡oh, maravilla de maravillas!, a sí mismo.”


En el fondo, la energía del universo es una y circula a través de todos sus miembros. Pero hemos olvidado esa unidad, la afinidad entre las partes y su dependencia de la totalidad activa y viviente. La labor fría de la inteligencia y los intereses divergentes derivados de una actitud materialista han ido desgarrándola, escindiéndola, y por eso nos sentimos desgajados de ella, como hojas al viento, enfrentados a la intemperie y en constante lucha por sobrevivir. Desde la fragmentariedad de la existencia humana, recluidos en nuestra finitud y hambrientos de infinito, la nostalgia por la unidad perdida se vuelve colosal. Por eso, hay que regresar a la divinidad, recuperar la inocencia perdida y restablecer esa visión totalizadora, capaz de incluir hasta las últimas capas de lo real, de acogernos y devolvernos la alegría. De ahí que el canon de la literatura esté para Novalis en el “Érase una vez” y que con él consiga revitalizar el género del cuento.

Uno de los pocos textos que Novalis concluyó de forma definitiva fue Himnos a la noche, la obra maestra de la poesía romántica. Allí expresa con un estilo vívido e intimista la transfiguración de la muerte de Sophie en una experiencia religiosa y lo hace dinámicamente, a manera de itinerario, de sucesivas estaciones que conducen hacia la unión con lo divino y, a la vez, al reencuentro con la amada y la totalidad del mundo.

Según relatan las cosmogonías órficas, en concordancia con la Teogonía de Hesíodo, la Noche ocupa un lugar primigenio en la cadena de las estirpes divinas. Simboliza la madre eterna que precede al día, cuando la luz perfila los contornos de los individuos, y engendra al Amor, que todo lo reúne. En ella habita el ser aún por despertar, luego también la nada creadora. Desde la oscuridad de su vientre, en el silencio de la soledad, emergen las emociones configurando nuestra visión de todas las cosas. Ella es su fuente oculta, pero también la gran reveladora, gracias a los dones del sueño, que permiten recobrar, interpretar o predecir. La Noche representa la eternidad conquistada, pero ya no desde la perspectiva griega, sino a través de la fe en la resurrección espiritual.

“Desapareció el esplendor de la Tierra y con él, mi tristeza
–la melancolía se fundió en un mundo nuevo, insondable–.
¡Oh, ebriedad de la Noche, sueño del Cielo!,
Tú viniste sobre mí y el paisaje se fue levantando dulcemente;
sobre el paisaje, suspendido en el aire, flotaba mi espíritu,
libre de ataduras, nacido de nuevo.
El túmulo se convirtió en una nube de polvo y,
a través de la nube, vi los rasgos glorificados de la Amada
–en sus ojos descansaba la eternidad–.”

La gran conquista estriba en retornar aquí y ahora a esa prístina unidad panteísta, a la inocencia del paraíso ya perdido, anterior a la crítica, a la duda y al pensamiento, cuando todo era afín y solidario. Sólo que la vuelta se realiza tras la ruptura e implica la inserción de uno mismo dentro de la totalidad cósmica siempre en movimiento y, con ello, la recuperación de nuestra frágil identidad. De este modo, al reconocer en la Noche lo radicalmente otro y, a la vez, el fondo desde el cual todo surge, se alcanza la plena posesión de sí.




Extraído parcialmente de: https://elvuelodelalechuza.com

lunes, 20 de noviembre de 2017

Arthur Schopenhauer: Arte, como conocimiento Metafísico y El Antimaterialismo


Si bien en el mundo parece imperar el omnipresente “lo mismo, pero de distinta manera”, en la experiencia estética, aislada y puesta a refugio de la voluntad, se dan tres notas que Arthur Schopenhauer (1788-1860) considera fundamentales: en primer lugar, en la contemplación de lo bello tenemos la sensación de que el tiempo se detiene; después, se propicia un conocimiento de lo universal a partir de lo particular; y, por último, el espectador parece salir de sí mismo olvidando su propia existencia individual. Cuando accedemos a la experiencia estética, se da una supresión de la individualidad que permite la irrupción del sujeto cognoscente, del sujeto puro emancipado del fatal imperio de la voluntad, y al que se manifiesta en todo su esplendor la idea eterna, la manifestación antropológica más fastuosa del arte. Una “puridad” que, por tanto, hace alusión a un espacio y a un tiempo de alguna manera inexistente (por raramente inaccesible), pues el sujeto que ha experimentado su independencia de la pujante voluntad cobra consciencia de una nueva (aunque siempre presente, mas no siempre vivida) realidad:

“Cuando los poetas cantan a la alegre mañana, al bello atardecer, a la silenciosa noche de luna, etc., el objeto propio de su glorificación es el puro sujeto de conocimiento que es suscitado por esas bellezas naturales y ante cuya aparición la voluntad desaparece de la consciencia, por lo que se alcanza aquella serenidad del corazón que no puede encontrarse fuera de él, en el mundo.” - Arthur Schopenhauer

Y es que se diría que el sistema marcadamente pesimista que desarrolla Schopenhauer ve algo de luz en la mencionada experiencia estética, donde quedamos emancipados del avasallador gobierno de la voluntad. El arte no es un mero artificio o entretenimiento diletante, sino una faceta humana digna de tratar desde el prisma filosófico. Ante la aparición de lo bello, nos elevamos a un orden de cosas en el que dejamos de conocer lo particular y alcanzamos el conocimiento de las ideas, de lo inmutable (en este punto, como es fácil suponer, Schopenhauer se apoya en la doctrina platónica). En la experiencia estética nuestra individualidad existe tan sólo como puro sujeto del conocimiento, como un “espejo límpido” en el que queda reflejado el objeto contemplado. De alguna manera, nos convertimos en seres eternos al concebir los objetos bajo la forma de la eternidad. En definitiva, gracias al arte dejamos de ser víctimas de nuestros deseos.

Existe sin duda en Schopenhauer una desaforada urgencia por desprenderse del mundo fenoménico (empírico). La historia del género humano y la multitud tanto de sucesos como de cambios de épocas sólo representan para él manifestaciones contingentes de ideas, pues el tiempo, por sí mismo, no produce nada nuevo o significativo: no existe un plan diseñado ni el despliegue de Espíritu o Idea alguna.

En la música, sin embargo, ya no se trata del aparecer eidético de las cosas (como en el resto de artes), sino de una auténtica y acaso definitiva aproximación a su ser, y no por medio de la imagen (pintura, escultura) o la palabra (poesía), sino del sentimiento, primando ahora los movimientos más subterráneos de la voluntad. Como indica Schopenhauer, “la música no habla de las cosas, sino del bienestar y de la aflicción en estado puro (únicas realidades para la voluntad), y por eso se dirige al corazón, pues no tiene mucho que decirle directamente a la cabeza”.

El arte musical aparece en todo su esplendor en el opus magnum del filósofo alemán como la luz que hace más visible el dominio de lo en sí, del Ser. Por ello dedica capítulos separados para investigar su influjo en nuestro ánimo, en la medida en que constituye, metafísicamente, un arte particular.
Una vertiente que, sin duda, impresionó sobremanera a Richard Wagner (1812-1833), que hacia 1854 se encontraba inmerso en una vorágine creativa a la que, sin duda, contribuyó la lectura de las obras de Schopenhauer, quien desde el primer momento le cautivó (si bien la admiración no fue en absoluto mutua). Aunque no sólo él caería bajo el poderoso influjo del pensador pesimista: otros célebres casos fueron los de Tolstói, Turguénev, Nietzsche, Mainländer, Zola, Maupassant, Proust, Thomas Hardy, Joseph Conrad, Thomas Mann, Cioran, Albert Caraco, Jorge Luis Borges o, en el mundo de la música, el propio Wagner, Arnold Schönberg, Piotr Tchaikovski o el mismísimo Mahler, quien incluso cita a Schopenhauer y de él asegura que había escrito las líneas más bellas y profundas jamás redactadas sobre la música.


Y es que Schopenhauer se mostró tan tajante como certero a la hora de definir la música como el arte sentimental por excelencia, como el “arte total”:

“La música es el verdadero lenguaje universal que siempre se comprende: por eso es hablado incesantemente con gran seriedad y celo, en todos los países y a lo largo de todos los siglos; y una melodía significativa y muy expresiva recorre enseguida su camino por todo el orbe terrestre, mientras que una pobre e inexpresiva pronto se extingue y desaparece.”

A juicio de Thomas Mann, Wagner liberó su música del cautiverio gracias a Schopenhauer, quien le dio la valentía, a través de sus escritos, para que cobrara valor por sí misma, para llegar a ser la música que Wagner esperaba de sus composiciones. 

El propio Wagner así lo asegura en su autobiografía:

“Me familiaricé con un libro cuyo estudio iba a tener una gran importancia para mí. El libro era El mundo como voluntad y representación, de Arthur Schopenhauer. […] Me sentí inmediatamente interesado por él y empecé a estudiarlo de inmediato. […] De súbito me sentí cautivado por la gran claridad y la resuelta precisión con la que trataba, desde el principio, los problemas metafísicos más abstrusos.”

Y concluye con una maravillosa confesión:

“No cabe ninguna duda de que fue, en parte, la seria disposición mental surgida a raíz de mis lecturas de Schopenhauer […] la que me dio la idea de Tristán e Isolda.” – R. Wagner

El propósito fundamental de Schopenhauer al respecto de la naturaleza de la música es determinar su condición metafísica:

“La música, al pasar por encima de las ideas, es también enteramente independiente del mundo fenoménico al que ignora sin más y, en cierta medida, también podría subsistir aun cuando el mundo no existiera en absoluto, siendo esto algo que no cabe decir de las demás artes.”

La música no designa un simple género de conocimiento, sino que también y a la vez hace visible sentimentalmente a su objeto, la voluntad, o lo que es lo mismo, no se contemplan ya formas inalterables o inmutables (las ideas), sino el querer mismo, aquello de lo que estamos constituidos, el carácter trémulo de nuestro deseo, que trasciende por entero y se hace independiente del mundo fenoménico y de la esfera de las ideas. Tal es así, aduce Schopenhauer, que se puede afirmar que el mundo es la música encarnada, y ésta, la voluntad en forma de música: las partituras ponen en juego el movimiento, el sempiterno temblor, de la voluntad en sus continuas querencias y aventuras, pues la música es distinta de las demás artes y “representa lo metafísico de todo lo físico del mundo, la cosa en sí de todo fenómeno”.

“El conocimiento último de la realidad sólo puede venir dado por medio del sentimiento, nunca por medio de la abstracción, de la razón o el concepto, lo que acerca a Schopenhauer al movimiento romántico: “lo auténticamente opuesto al saber es el sentimiento”


Tanto la música como el mundo esconden la misma raíz, la voluntad.

Es de este modo como el arte musical se inmiscuye en aquella terra incognita que hasta ahora sólo podía haber sido delineada (a través de la razón e incluso del resto de artes), mas no rastreada: la voluntad, la cosa en sí, pues “la música nunca expresa el fenómeno, sino únicamente la esencia íntima del mundo.” En definitiva, el lenguaje universal mediante el que se comunica la música sólo se entiende en el silencio de la voluntad individual: el silencio de nuestro yo permite abrir la puerta a la voz de nuestro ser en sí. Un arte, el musical, que nos facultad de una “inteligencia sentimental” más allá de la razón y el entendimiento, que desentierra lo más hondo de nuestro ser. 

Pues… el compositor revela la naturaleza más recóndita del mundo y expresa la sabiduría más profunda en un lenguaje que su facultad de razonamiento no comprende.




Extraído de “Schopenhauer: la música como conocimiento metafísico" de Carlos Javier González Serrano.





El Antimaterialismo en la obra del filosofo Arthur Schopenhauer:

Antimaterialismo: En líneas muy genéricas, el núcleo central de la doctrina schopenhaueriana puede resumirse básicamente en una concepción del mundo exterior, fenomenológico, como un producto del sujeto que percibe; según ello, el objeto (las cosas exteriores) no existen más que en el pensamiento del sujeto (el hombre), como su representación, como formas de sus propias ideas.


Esta negación -o mejor, imposibilidad de demostración- de una existencia real del mundo exterior al hombre mismo lleva a una sobrevaloración del propio Yo, de ese sujeto que constantemente crea esa aparente realidad exterior.
Consecuencia de todo ello es la radical postura que Schopenhauer mantiene en relación a las tendencias materialistas, opuestas de raíz a su teoría de la existencia de una materia real fuera del hombre.
"El absurdo fundamental del materialismo consiste en tomar lo objetivo como punto de partida, como primer principio de explicación... Admite la existencia absoluta de la materia como cosa en sí, deduciendo de ello toda la naturaleza orgánica y el sujeto cognoscente y explicándolos en su totalidad, siendo así que todo lo objetivo está variamente condicionado en cuanto objeto por el sujeto y sus formas de conocimiento" .
Por ello concluye que la materia exterior no es el poder eterno en el que se justifica la personalidad del hombre, que "en la materia no debe buscarse la explicación definitiva y última de las cosas, sino solamente el origen temporal de las formas inorgánicas y de los seres organizados" .

Esta postura -que para Schopenhauer es el punto de partida de toda su filosofía- se halla ya reñida de base con el materialismo dialéctico que postularía su contemporáneo el cerdo de Karl Marx, al igual que con los más inhumanos planteamientos del sistema capitalista, para los que la única realidad tangible es el mundo exterior y sus leyes, las leyes de la economía.

En la posición antimaterialista de nuestro filósofo está implícita la necesidad de una concepción del mundo para la que el mundo percibido por los sentidos pierde importancia ante la concepción nacida de la propia interioridad. Por ser el mundo una representación del sujeto, "la verdadera filosofía es idealista".

Fragmento del libro "Hitler y sus filósofos"




En una anotación fechada en 1832, un nostálgico Arthur Schopenhauer recordaba cuanto había descubierto en los numerosos y diversos viajes que realizó con su familia en su más temprana infancia, gracias al ahínco de su padre Heinrich Floris por que su hijo conociera la proteica e inquietante dimensión de los asuntos humanos. En dicha anotación, Schopenhauer se refiere a “la enfermedad, el dolor, la vejez y la muerte” que reinan por doquier en un mundo que no duda en “gritar su verdad de manera audible”. La conclusión del joven Arthur, siempre atento observador de cuanto le rodeaba, no pudo ser más contundente ni tener más hondas consecuencias: “este mundo –escribía– no podía ser la creación de un ser lleno de bondad sino, antes bien, la de un demonio que se deleita en la visión de las criaturas a las que ha abocado a la existencia; tal era lo que demostraban los hechos, de modo que la idea de que ello es así acabó por imponerse”.