jueves, 13 de diciembre de 2018

La poesía vidente de William Blake y sus grabados simbólicos


En la Grecia arcaica, la poesía se consideró un don sublime y, por eso, se atribuyó a los aedos un rango social equivalente al de sacerdotes y adivinos.
Se pensaba que la inspiración era entusiasmo, una exaltación del ánimo cautivo provocada por un soplo divino y, por tanto, una forma de posesión o de canalización mediante la cual los dioses se hacían presentes, de ahí que el primer deber de todo poeta consistiese en invocar a las Musas.
Platón insiste varias veces en que se trata de una especie de manía, pero en el Fedro la distingue con nitidez de la locura humana.
Puede que el poeta no sepa lo que dice y sea torpe al explicar el verdadero sentido de sus palabras, pero está claro que dice mucho más de lo que él sabe por sí mismo de manera consciente.
Esa manifestación del reino espiritual, que traspasa al individuo y lo trasciende, se realiza mediante imágenes, oníricas o sensibles.


Entre los poetas predomina la escucha de voces –como le ocurría a Rilke o incluso a Mahoma–, y en cierto sentido es lógico, ya que la poesía es el arte de la palabra y desde su origen estuvo ligado a la música. Sin embargo, igual que le sucede a los místicos, algunos poetas también pueden tener visiones. 
Esto es lo que le sucedió a William Blake y la razón por la cual ilustró sus poemas con extraordinarios grabados simbólicos, anticipando el surrealismo con mucha antelación. Gracias a él, por primera vez se produjo la asociación entre la poesía y la pintura, que los más prestigiosos filósofos de la época –por ejemplo, Schelling– impugnarían de plano por considerar a esta última un arte espacial y descriptivo, contrario a los principios que rigen la lírica: el tiempo y las emociones. Como es obvio, el rechazo de Schelling se debe a sus propios prejuicios respecto de la pintura, porque las visiones de las que estamos hablando no se dan en el espacio ni son intuiciones sensibles sino intelectuales. A través de ellas, lo eterno irrumpe como un rayo condensando la colosal energía de la totalidad en un instante que se volatiliza. La belleza habita en esa endeble frontera que linda entre lo absoluto y lo finito, en ese punto de contacto entre los dedos de Dios y de Adán en el momento de su creación, cuando le es transmitida la chispa de vida, según aparece en el famoso fresco de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina:

Quien a sí encadenare una alegría
malogrará la vida alada.
Pero quien la alegría besare en su aleteo
vive en el alba de la eternidad.

De hecho, la puerta de entrada al mundo espiritual se encuentra para Blake en el entendimiento, si bien no en la conceptualización, porque “generalizar es ser un idiota y particularizar es la única distinción del mérito”.
Es la imaginación que reivindicarán poco después los románticos alemanes, apta para descubrir lo universal en las experiencias singulares.
Se trata, pues, de una capacidad intuitiva que permite establecer jerarquías y no consiste tanto en negar las pasiones cuanto en fomentar “las realidades del intelecto”.
Semejante preferencia lo vincula a tradiciones antiguas: al gnosticismo del Asia Menor y la Alejandría de los primeros siglos de la era cristiana, a los cabalistas y a los herejes cátaros del sur de Francia, pero también a Jakob Boehme y, sobre todo, al pensador sueco Emmanuel Swedenborg, quien –igual que él– vivió en Londres y fue un visionario.



Estas afinidades con la mística y el esoterismo convirtieron a Blake en un individuo aislado e incomprendido, poco leído en su tiempo, debido también al alto costo de sus ediciones. Entre sus contemporáneos, pasó por ser una especie de poeta maldito, revulsivo y asocial, pero, en cambio, esas mismas características le permitieron prolongar sus ideas hacia el futuro como adelanto del porvenir.


Su propia vida contribuyó a forjarle fama de tipo raro, un tanto diabólico: medio loco, desagradable y agresivo. Con una educación poco teórica, pues era hijo de pequeños comerciantes, quienes pertenecían a una secta protestante radical opuesta a la iglesia oficial inglesa y apoyaron con fervor su carrera de grabador, tuvo su primera videncia siendo niño. Entonces contó haber estado hablando con el profeta Ezequiel, sentado bajo un árbol de cuyas ramas parecían pender ángeles brillantes cual centellas, por lo que fue castigado.

Cuando las voces infantiles se escuchan en el prado,
Y susurros en el valle,
Los días juveniles surgen frescos en mi mente
Y mi rostro se vuelve verde y lívido.

 Pero sus siguientes visiones del más allá, que acostumbraba a comentar sin ninguna clase de reparo, incluyeron a los personajes más variopintos que uno pudiera imaginar, desde un hermano muerto, que le transmitía técnicas de grabación, hasta dioses, profetas, presencias infernales, ángeles, antiguos reyes o simples extraños a quienes no podía identificar. Su ansia de saber se satisfacía en el exceso y por eso –en contra de Swedenborg– prefería la charla con demonios al diálogo con espíritus piadosos. Su actitud ante estas situaciones era de una perfecta inocencia, de una ingenuidad serena y consecuente. No tanto como sus irónicos epigramas, cuya saña lo llevó a enemistarse con conocidos e incluso amigos. Se casó con una mujer analfabeta, a quien enseñó a leer, a escribir y a hacer grabados. Ella fue su sostén psicológico así como su ayudante artística durante toda la vida y él le respondió con ternura y fidelidad, si bien, en un principio, le propuso una relación polígama, que no llegó a concretarse. Sin embargo, lo extraño no fue su propuesta (Milton también era partidario), sino su decisión inmediata de casarse cuando apenas la conocía, tras una conversación en la que percibió la conmiseración de ella hacia sus propios desengaños amorosos. Un ímpetu parecido al que –según dijo– lo arrastró al frente de la muchedumbre en el asalto a la prisión londinense de Newgate en 1780, o a ese impulso que le hizo pegar a un transeúnte por cometer un acto de injusticia o descortesía en la calle, o a ese otro arrebato que le llevó a atacar violentamente a un intruso en su jardín. Además, fue amigo de la feminista Mary Wollstonecraft, para quien ilustró alguno de sus libros y con la cual compartió varias ideas entonces radicales, entre ellas, la defensa del derecho de la mujer a su autorrealización o la condena de la represión sexual y del matrimonio sin amor. En suma, rechazó la hipocresía de los usos burgueses y erigió en lema de conducta su proverbio “quien desea, pero no actúa, engendra pestilencia”.


Si la meta de los místicos consiste en negar la propia individualidad y abandonarse a Dios para unirse a él, no se puede decir que Blake haya sido uno de ellos. Más bien fue un vidente, capaz de percibir lo eterno no caído en la inmanencia de lo caduco y, de este modo, captar la totalidad en cada una de las creaciones del universo. Así lo dice en su poema “Augurios de inocencia”:

Para ver un mundo en un grano de arena
Y un paraíso en una flor silvestre,
Sostén el infinito en la palma de la mano
Y la eternidad en una hora.

Un Petirrojo en una Jaula
Pone furioso a todo el Cielo
Un palomar repleto de Palomas
Estremece las regiones del Infierno.


Quizás, en lugar de pensarlo como un místico, deberíamos considerarlo un pensador mítico, que realizó de forma anticipada la propuesta de Fr. Schlegel y de Schelling de elaborar una mitología que sirviera de materia para una nueva etapa artística de la humanidad. En efecto, Blake creó un sistema teológico completo, expuesto en sus Libros proféticos a través de una intrincada teogonía de cuño original, sobre cuyo significado los intérpretes aún no se han puesto de acuerdo, en gran medida porque las divinidades fueron cambiando su sentido simbólico según el poeta avanzaba en la escritura de las obras. En efecto, El primer libro de Urizen, publicado en 1794, es una cosmogonía a partir de este dios anciano y ciego, que encarna a la razón decadente, alienada, mera fuente de opresión. En los primeros versos Blake narra la batalla que la mente divina libra dentro de sí misma para establecerse distinguiéndose del mundo y, al tratar de construir una barrera para protegerse de la eternidad, Urizen sufre –como en las cosmogonías gnósticas– una caída.
Tal vez por eso, ciertos comentaristas –entre ellos, Borges– lo asimilan con el tiempo. En alguno de sus grabados Blake lo representa con un compás, que le sirve para crear, limitar y medir el universo; en otros, rodeado de libros y las tablas de la ley, o con redes o cadenas, símbolos todos ellos de las reglas que le permiten confinar a las personas y que acaban por esclavizarlo a él mismo.

¡Mirad, una sombra de horror se ha alzado
En la Eternidad! Desconocida, estéril,
Ensimismada, repulsiva: ¿qué Demonio
Ha creado este vacío abominable
Que estremece las almas? Algunos respondieron:
“Es Urizen”. Pero desconocido, abstraído,
Meditando en secreto, el poder oscuro se ocultaba.
Los tiempos dividió en tiempo y midió
Espacio por espacio en sus cerradas tinieblas,
Invisible, desconocido: las mutaciones surgieron
Como montañas desoladas, furiosamente destruidas
Por los vientos oscuros de las perturbaciones.

En Los cuatro Zoas, en cambio, Urizen sigue representando la crueldad despótica de la razón, entendida como tradición y no como invención, pero comparte su poder con otros tres “Zoas”: el instinto, la pasión y la imaginación, siendo la última el auténtico demiurgo creador (Los). Estas raíces dinámicas de la vida se perfilan como emanaciones de un dios caído o aspectos del hombre originario, llamado Albión, nombre que la mitología griega daba al gigante hijo de Poseidón, fundador de la isla de Gran Bretaña. Constituyen el principio y el resultado del abrupto descenso del alma desde la luz a las tinieblas, un recorrido a la vez individual y colectivo, por el cual podrá elevarse y redimirse una vez llegada al fondo del abismo, para restaurar la Edad de Oro y con ello dar lugar a una nueva era histórica de la humanidad. En la misma línea, el panteón incluye también emanaciones femeninas a partir de este ser masculino integrado, además del héroe John Milton, quien no es otro que el autor de El paraíso perdido, que regresa del cielo para corregir sus errores teológicos a través de la poesía del propio William Blake, quien creyó ser su reencarnación.




Pues, si eres alimento de gusanos, oh Virgen de los cielos,
¡Qué grande tu utilidad! ¡Qué grande tu bendición! Todo lo que vive
No vive solo, ni para sí…

Las ambigüedades de este despliegue mitológico son explicables en cuanto fruto de una creación no consciente que apunta a arquetipos globales y no a alegorías intencionadas. Responden a una visión sincrética y totalizadora donde el panteísmo se concilia con el politeísmo incorporando también el cristianismo, porque Jesús fue para Blake su gran inspirador, ya que lo identificó con la imaginación. Así, el mundo descrito en “Augurios de inocencia”, donde cualquier elemento se relaciona con el universo entero afectando el conjunto con cada una de sus acciones, no remite al dios tradicional, ese que, en su infinita sabiduría y bondad, difícilmente podría hacerse responsable de la estupidez y la maldad humana o de la violencia incomprensible de la naturaleza. Se trata de la divinidad que decide escindirse de lo eterno para acercarse a lo fugaz y que, embelesada por sus obras, se ama al amarlas, plena de satisfacción, incluso ante sus defectos. Es la “eternidad enamorada de sus producciones en el tiempo”, a la cual se refieren los Proverbios del infierno, porque en la precariedad de lo efímero permanece aún ese gesto que anima y da vida a todo el cosmos, la seña de la absoluta creación, cuyo trabajo silencioso al final hará posible la redención de lo sensible.

Y esto exige, como es obvio, replantear la cuestión del mal, que es el verdadero escollo de la teología tradicional y la mayor duda que corroe al pensamiento cuando se hace coincidir a Dios con el bien. Precisamente, en uno de sus más famosos poemas, Blake plantea este problema bajo la figura de un tigre:

Tigre, tigre, que te enciendes en luz
Por los bosques de la noche,
¿Qué mano inmortal, qué ojo
Pudo idear tu terrible simetría?
¿En qué profundidades distantes,
En qué cielos ardió el fuego de tus ojos?
¿Con qué alas osó elevarse?
¿Qué mano osó tomar ese fuego?
¿Y qué hombro, y qué arte
Pudo tejer la nervadura de tu corazón?
Y al comenzar los latidos de tu corazón,
¿Qué mano terrible? ¿Qué terribles pies?
¿Qué martillo? ¿Qué cadena?
¿En qué horno se templó tu cerebro?
¿En qué yunque?
¿Qué tremendas garras osaron
Sus mortales terrores dominar?
Cuando las estrellas arrojaron sus lanzas
Y bañaron los cielos con sus lágrimas
¿Sonrió al ver su obra?
¿Quién hizo al cordero fue quien te hizo?
Tigre, tigre, que te enciendes en luz,
Por los bosques de la noche
¿Qué mano inmortal, qué ojo
Osó idear tu terrible simetría?


Todo el poema es una queja dirigida al Creador que atañe a la presencia del mal en general y a la contradicción que supone haber incluido en la vida aquello que la socava: la muerte, la vejez, la enfermedad, el dolor físico, el sufrimiento moral, la injusticia, el odio o la amargura. Blake lo increpa por su crueldad pero, al presentar estos aspectos opuestos en la naturaleza, donde la falta de conciencia les quita toda connotación ética, pone en evidencia el carácter amoral de la Creación concediéndole plena libertad. La hermosura esplendorosa del tigre, su agilidad y su fiereza no son gratuitas sino que están ligadas a una geometría funcional que requiere de la existencia de una presa que terminará por ser aniquilada y devorada. Sólo en el contraste se explicitan los distintos seres y se definen los valores contrarios, pero eso no significa que sean reales. Si consiguiésemos purificar “las puertas de la percepción”, veríamos las cosas como son: un fluir infinito. El mundo real es el de la imaginación creadora, pero vivimos engañados por los sentidos.
La teoría de las emanaciones contribuye a resolver el dilema. Para Blake el dios creador, Jehová, impone la ley moral y restringe a través de los diez mandamientos, pero es el resultado de un dios superior, que, a la vez, envía a Jesucristo para redimir a los humanos, dejándolos libres a través de la imaginación y del amor que todo lo unen.

Blake pasó sus últimos años retirado, escribiendo y realizando grabados. Hizo una exposición para reunir dinero, pero no tuvo éxito. La única reseña aparecida a raíz del evento decía:

Un desgraciado lunático… unos pocos dibujos lamentables… un fárrago sin sentido.

Murió apacible a los setenta años, sentado en su lecho mientras cantaba alabanzas de su propia invención. El legado que dejó fue valorado de manera adecuada muchos años después de su muerte. Thomas de Quincey, por ejemplo, todavía se refería a él como “el grabador loco William Blake”. Hoy se lo considera el más grande entre los futuros poetas románticos que él mismo preludió y, por la unión que supo hacer de poesía, grabado, escritura, diseño y acuarela, el último artista total de Gran Bretaña.

Artículo de Virginia Moratiel